Defensora de un estructuralismo radical, Julia Kristeva afirmaba en sus “Cuatro estudios de Semiótica”que “la noción del lenguaje poético como desviación del lenguaje normal (`novedad´, `franqueamiento del automatismo´) ha reemplazado a la concepción naturalista de la literatura como reflejo de la realidad”. Al par de esa convertibilidad del código lingüístico, el creador podría abrazarse a una semántica distinta, múltiple, desde la cual orillar un mensaje con muy distintas vertientes.
Tal sucede en los estadios en los que ciencia y poesía van de la mano y en donde la palabra puede tornarse lírica ecuación, poética alquimia de un decir intenso y meditativo, capital y sentido. Y en ese espacio, podría enmarcarse “Como nace el agua” (Huerga y Fierro. Madrid, 2021), de Andrés París. Este madrileño del 95, graduado en Bioquímica y doctorando en Biociencias moleculares, suma con este su tercer poemario, tras “Sonetos y velas vanguardistas” (2011) y “Entre el infinito y el cero” (2015).
“Adentrarse en la poética de Andrés París implica abandonar el mundo que conocemos para ascender a otro ingrávido y detenido. Un mundo en el que el poeta, como criatura sonámbula, traduce el idioma de la naturaleza del mismo modo que hacían los románticos”, anota Marina Casado en su prefacio. Y, en verdad, es idóneo saltar el terreno del yo cognitivo y dejarse llevar por un verbo que medita, que agranda su mirada, que derrama su fuego y desvela el eclipse de cuanto hay en derredor de su existencia. El frío de lo inolvidable, el azul del retorno, el final de un pétalo, el párpado de la lluvia, el beso del péndulo…, se hacen, aquí y ahora, indemne amanecer de una palabra que se resucita en su propio nombre, en la yema de su secreto: “El mar se ahorca cada noche/ en silencio cuidadosamente/ y de la luna, del albo vapor cobijando/ un par enamorados en la proa./ Otra vez dejaron/ oro y corazón/ en mi almohada y puerto/ antes de partir y partir”.
La libertad de asociaciones verbales de las que Andrés París hace gala despiertauna esencial verosimilitud, una noción de intensidad acumulativa que deriva, a su vez, en una secuencia unánime desde la que extraer la itinerancia de su entendimiento. Porque en la perdurabilidad de su discurso se deduce y se revela el valor de lo preciso, de lo consustancial a su íntima verdad. No en vano, J. W. Goethe ya dejó entrever la estrecha alianza entre la fecundidad de lo científico y las altas regiones del espíritu humano. Y, de esa misma forma, consagra el autor su trama objetiva e imprevisible con el trasunto material de sus referentes denotativos:“Imagíname,/ vaga idea de soñarme,/ con todos los ojos del cielo/ y un nudo en mi origen./ Y tus manos…/ Aquello mayor que cero es principio de alegría”.
En suma, Andrés Parísno ansía sobrevivir en lúcidas esferas inmateriales, sino prendido a la certeza más tangible. Desde tal postulado, tanto su ser como su naturaleza mortal se hacen juego de contrarios frente a la desesperanza. Y por amor tanto, sí, este libro late y se crece, y se rescribe sólido como antesala de lo que se ha poseído y se posee, de todo aquello cuanto sirve “para iniciar la costumbre prometida”.