La simple posibilidad de notar un bicho corriendo por mi brazo siempre me aterró. Por eso, ni siquiera hice el intento de licenciarme en coger cangrejos, por muy pequeños que fuesen. Debo reconocer que me daban envidia los virtuosos de aquella asignatura cuando los veía pasar con sus trofeos, pero asumí que no valía para aquello.
Sin embargo, intenté obviar ese sentimiento de rechazo convirtiéndome en cazador de grillos. Por aquella época, además, estos insectos invadían las calles del pueblo, instaurando su canto como banda sonora de las noches barbateñas. Pero no me hacía mucha ilusión ejercer de exterminador, así que hice un pacto con los animales, independientemente de su tamaño, una relación de respeto mutuo: Si tú no me molestas, yo tampoco a ti.
Esa regla tuvo su excepción la primera vez que probé unos caracoles cocinados con su correspondiente caldo. La exquisitez de ese sabor me convirtió para siempre en un depredador con este molusco. Andar por el campo con una bolsa en la mano para llenarla de caracoles era divertido, a pesar de los ocasionales pinchazos al intentar alcanzar los que estaban demasiado escondidos o los posibles roces con alguna que otra ortiga. Incluso tengo un amigo que los iba contando. Llevaba el perfecto cómputo de todos los que había capturado, 198, 2541. 4316. Era un verdadero espectáculo. Por lo tanto, no me queda más remedio que admitir mi condición de genocida caracolero.
También probé suerte en otras disciplinas, como la de coger erizos, que reconozco se me daba bien, o recolectar piñones para tostarlos, otra verdadera delicatessen. Pero en esta modalidad, me lastraba bastante mi poca habilidad a la hora de trepar a los árboles.
Todo cambió cuando aprendí a distinguir los níscalos. Resultaba hasta relajante el ir mirando al suelo para localizar un pequeño promontorio, que te llenaba de felicidad si enseñaba su inconfundible color naranja al limpiar su superficie. Los espárragos tampoco están mal del todo, pero entiendo que el níscalo es otra liga más poderosa.
De todas formas, la captura más anhelada por cualquiera, sin ningún tipo de duda, es el beso de alguien que te guste.
Así fue, por suerte, el transcurso de una gran parte de mi existencia. Hay momentos muy especiales que no tienes más remedio que agradecer a la vida. Pero no me puedo sentir más privilegiado que al pensar en ese rincón del Sur tan mágico donde una cigüeña me dejó hace ya muchos años.
Y no paro de pensar en que, si en vez de cangrejos, grillos, caracoles, erizos, piñas, setas o espárragos, me hubiese tocado nacer años más tarde, habría pasado mis mejores años cazando pokemons. Y me estremezco con solo imaginarlo.