No recuerda si hace de aquello cuatro o cinco años. Subió por acompañar a un amigo, pero desde entonces no ha dejado de acudir, al menos un día, al septenario del Cristo de la Expiración. Leandro no es católico, Leandro profesa la religión de la duda. Su abuelo militó, incluso, en movimientos anticlericales antes de la guerra. Todo eso queda ya muy lejano, pero reconoce que su religación con lo trascendente nunca ha sido ortodoxa. Leandro busca el Misterio.
Ha descendido los tres peldaños desde el cancel de la iglesia, empujando la puerta de madera vieja, que es como traspasar los umbrales del tiempo. La puesta en escena es puro Trento, y la palabra del cura es aggiornamento puro. Llega tarde. No es el único. Aunque es viernes, la iglesia está llena. El predicador detiene un instante el curso de la misa e invita a los que se han quedado de pie a usar las sillas plegables que se apilan junto a la capilla neoclásica, huérfana de imágenes y de moldurones: todas las tallas están en el altar mayor, formando un Calvario que es un catafalco enrejado de cera de abeja y piñas de claveles. Leandro declina la invitación, apenas permanecerá unos minutos. El aire, encalmado, tiene aquí una densidad de vainilla, y el cuerpo del Cristo está velado por una borrasca de incienso que se funde con el alfarje mudéjar, sobre la nave principal. Suenan el armonium y el violonchelo. Se canta en latín. El cura está hablando ahora de perdón, de sed, de metáforas, de acompañamiento a los ancianos del barrio: habla del Cielo y de la Tierra, o a la inversa. También el Cristo en Ascensión que asoma tras el dosel de terciopelo, semioculto en su retablo manierista, parece señalar el Cielo y la Tierra, o quizá el paso del Renacimiento al Barroco. Leandro da clases de Historia del Arte, y no puede evitar que se le crucen reflexiones un poco peregrinas. Por eso piensa además que el presbiterio es hoy un palimpsesto doblemente borrado, porque tras el retablo principal de la iglesia se ocultan pinturas murales del siglo XV que cuentan la vida de Natanael.
Leandro ha pensado en la formidable paradoja de la sensualidad católica. Hay una catolicidad opulenta u onírica en el tiempo de la ceniza. Hay una teatralidad magistral de belleza encapsulada en los templos viejos, de latines y jaculatorias, de Dolorosas que lloran en cursiva, en gestos dulcísimos de madre pobre a la que acaban de coronar sin esperarlo. La primavera —piensa Leandro— comienza a florecer en el interior de los templos católicos, a la par que los almendros, y la Virgen del altorrelieve de Sebastián de Solís (rosa, azucena y oro) recuerda ahora más que nunca el cuadro de Botticelli o el soneto XXIII de Garcilaso.
Llueve sobre la plazoleta de naranjos. Leandro busca el Misterio. Lo sigue buscando, al margen de las naderías y las cenizas cotidianas: “Y esa Nada ha causado muchos llantos / y esa Nada fue instrumento de la Muerte / y Nada vino a ser muerte de tantos”.