No es casual el debate creado por Rajoy sobre la elección directa de los alcaldes a diez meses de las municipales y tras el resultado de las europeas. El asunto preocupa a los dos grandes partidos porque, sobre todo, ha aflorado el desapego ciudadano a los políticos y, con él, el brotar de líderes de otro corte que ofrecen esa maravillosa palabra tan fácil de pronunciar como difícil de poner en práctica que es reformar. Pero, ¿reformar qué? ¿Cómo y para qué? En realidad, ¿qué quiere el ciudadano, que es a quien hay que mejorarle la vida? Intuyo, y hoy me alejo de secretitos de alcoba política que luego se enfadan casi todos y rompen en acusicas, que al caminante de acera le interesa que su ayuntamiento funcione, que su ciudad esté limpia, que los impuestos bajen, que los servicios públicos sean de calidad y variados y, sobre todo, que crezca de manera ostensible la oferta de empleo y la actividad económica; para todo ello es indiferente el procedimiento de elección de alcaldes, pero ahora interesa modificar el sistema según a quién más o menos y no, vaya por delante, porque esto beneficie ni al ciudadano, ni al sistema democrático, ni a nadie más que a ese sistema político hoy perturbado por la rebeldía ciudadana. Abierto el debate, modestamente, indago y expongo.
En España. En la época de centralismo del siglo XIX los alcaldes eran nombrados por el Rey o por el gobierno central, situación que cambió a partir de 1924 cuando Primo de Rivera aprobó el Estatuto Municipal que establecía la designación del alcalde por elección popular. La Constitución republicana de 1931 posibilitaba la elección directa por parte de los vecinos o la elección de los concejales, régimen de designación que Franco fulminó, como tantas otras cosas, para volver al nombramiento de los alcaldes por el gobierno central. La Constitución de 1978, en su art. 140, vuelve al modelo de 1931 y deja abierta la elección directa o indirecta por los concejales o por los vecinos, siendo la Ley 39/1978 la que optó por este último sistema de manera que los vecinos eligen la lista cerrada presentada por los partidos para designar a concejales y los que salen elegidos constituyen el Pleno de la Corporación y votan al candidato a alcalde, que ha de salir por mayoría absoluta. De no obtener ninguno este resultado será alcalde o alcaldesa el candidato de la lista más votada por los vecinos. Es decir, se prima la elección indirecta por los concejales, permitiendo alianzas de votos entre los partidos que forman el Pleno y, supletoriamente, de no conseguirse la mayoría absoluta, opera la lista más votada por los electores. Hay que tener en cuenta que este procedimiento se fijó en 1978, antes de las primeras municipales de abril de 1979, momento de la transición en la que, pese a la existencia de muchas formaciones políticas, ya se apuntaba hacia el bipartidismo por la primacía de UCD y PSOE, que efectivamente obtuvieron el 30,63 y el 28,17 por ciento de los votos, respectivamente; por tanto, era fácil conseguir alcaldes por mayoría de votos de los concejales de un solo partido. Era una época de política de consenso y los gobiernos de mayoría absoluta no hacían atisbar rodillos, la idea era conseguir estabilidad para construir y asentar la democracia. Hoy es otra historia.
En Europa. Repasando, la variedad de sistemas y sus respectivas experiencias pueden permitirnos concluir si mantener lo que tenemos o cambiarlo: Francia, elecciones directas mayoritarias y supletoriamente a dos vueltas, las listas que logran más del 50 por ciento de los votos, con una participación de más del 25 por ciento de los electores, obtienen la mitad de los puestos de consejeros municipales y el resto se reparte de forma proporcional entre esa misma lista y las siguientes que hayan logrado más del 5 por ciento. Como lo normal es que no haya lista que alcance la mitad de los votos, se lleva a cabo una segunda vuelta entre las que obtuvieron más del 10 por ciento. En Italia se vota por separado tanto los miembros de la asamblea municipal como el presidente, también hay cuotas mínimas de resultado y de no alcanzarla se lleva a cabo segunda vuelta. La lista más votada para la asamblea cuenta con una bonificación para asegurar la mayoría absoluta en la misma. Portugal, los electores votan listas cerradas de partidos, como en España, pero sale nombrado alcalde el candidato de la más votada. En Reino Unido se nombra al candidato más votado con independencia de que tenga o no mayoría absoluta. Este sistema se intentó sustituir en 2012 por el del voto alternativo de modo que los electores podían señalar el orden de sus preferencias entre los candidatos, pero no prosperó. Los países del norte y Austria ofrecen la alternativa del voto al partido directamente o la elección de preferencias dentro de las listas. Irlanda funciona con el llamado voto único transferible (VUT), se puede marcar el orden de todos los candidatos y son elegidos en función de si han obtenido una mínima cuota; los votos de los que no la han conseguido se transfieren entre candidatos según el orden de las preferencias marcadas: si el que votas primero no alcanza la cuota mínima esos votos pasan al segundo y si tampoco alcanza el mínimo, al tercero…
Regenerar la democracia. Fue el PSOE el que, en 1998, planteó una proposición para que la elección de alcaldes fuera directa por los vecinos con la lista más votada, la cual fue rechazada por el gobierno de Aznar. Más tarde, en el programa electoral de las elecciones generales de 2008, también el PSOE incluyó esta propuesta, pero el gobierno de Zapatero no la llegó a materializar al no contar con el consenso del PP. Tras las municipales de 2011, ganadas por el PP, cambian las tornas: el PSOE incluye en el programa electoral de las generales de 2011 no la elección directa pero sí las listas abiertas y en cambio el PP incluye la elección del alcalde por los ciudadanos según la lista mayoritaria. ¿Por qué Rajoy, si estaba en su programa, ha esperado a conocer los resultados de las europeas para plantear la reforma? El PSOE, en cambio y hecho números, sabe que su oponente tiene muchas menos opciones de alcanzar gobiernos a través de pactos.
En principio es lógico pensar que el candidato más votado sea el que gobierne, pero si evoluciona exponencialmente la fragmentación de partidos podría darse el caso de que los votos se repartan muy igualados entre varios y resulte ganador una fuerza política que en el conjunto del municipio tenga poca representatividad, lo cual no parece que guarde el espíritu de la democracia. ¿Representa a un pueblo un partido que haya obtenido, por ejemplo, el 30 por ciento de los votos, con una participación del 40 por ciento de los electores o, lo que es lo mismo, que representa al 12 por ciento del conjunto electoral? No creo, lo cual aconseja que para que se implante el sistema de elección directa con la lista más votada habría de realizarse como en Francia, con un mínimo de porcentaje de votos que sea de al menos del 51 por ciento y, de no conseguirse, someter a una segunda vuelta los que hayan obtenido un porcentaje mínimo determinado. La opción del VUT de Irlanda o el de preferencias de los países del Norte y Austria parece bueno, sobre todo porque es cansino tener que elegir una lista en la que a lo sumo te gusta uno o dos o incluso quien te agrada está situado en una posición de no salida. Pero este sistema debería combinarse con porcentajes mínimos de elección, de lo contrario también puede salir alcalde quien represente a una porción pequeña de ciudadanos. ¿Y si mantenemos lo que tenemos? Visto lo visto y con la previsible pérdida de poder del bipartidismo se hace necesario, en cualquier caso, una reforma que asegure que los ciudadanos cuando voten sepan qué pactos de gobierno está dispuesto a llevar a cabo cada partido, o, al menos, cuáles de ningún modo. Gobiernos de coalición pueden ser buenos, si hay voluntad de respeto y de alcanzar acuerdos, tanto como es cierto que las mayorías absolutas tiene cada vez mas detractores porque la experiencia demuestra que en muchos casos se pierde la capacidad de consensuar, de tener la sensibilidad necesaria para considerar las propuestas de la oposición y ésta, por su parte, tiende a tomarse al pie de la letra el término y termina oponiéndose a todo. Madison y Jefferson, los fundadores de la democracia moderna, se refirieron al “despotismo electivo” como aquel régimen constitucional en el que la mayoría absoluta obtenida por el partido gobernante, sin garantías del derecho de oposición de las minorías al poder de la mayoría y bajo la excusa de que el poder ha salido de las urnas, les lleva a apartarse del pueblo que mayoritariamente los eligió, incluso incumpliendo el programa electoral, sin que existan herramientas correctoras que controlen los riesgos perniciosos de la concentración de poder. Hoy, este despotismo electivo se me antoja la hoja de ruta o, para otros, la Biblia con respecto al ciudadano.
La única conclusión que extraigo de este debate es la necesidad de reformar el sistema electoral pero hacerlo no en base, como se pretende, de salvar el bipartidismo a cualquier precio, no porque el PP se encuentre solo en su orilla y no halle socio para remar a su ritmo, no porque el PSOE tenga cadera ancha, valga la idea, para compartir lecho con nacionalismos, con IU y veremos si casta para con Podemos, sino porque es necesario sanear el sistema democrático para que la ciudadanía se lo crea, que ya tiene tarea la cosa. Me parece sensato que gobierne la lista más votada, pero no lo es menos que acuerdos de gobierno puedan sumar mayorías pero, en este punto, resulta fraudulento que estas se produzcan sin previo aviso a un elector que muchas veces pone con su voto a un alcalde que no quiere, o inmundicias como compartir alcadía dos años un partido y otros dos el otro; es necesario abrir las listas y crear un sistema que detecte y castigue el fraude electoral e imposibilite a quien lo cometa, que ahora sale gratis, a seguir prestando este servicio público que es, o debería ser, la política. Meter, en definitiva, luz y taquígrafos, sensatez y Ley al sistema electoral y, llegados aquí, viene la pega porque el carácter latino nuestro, la mezcla arábiga genética que saltarina corretea por nuestras venas, el gitaneo de tenderete y este clima maldito me invita a no ser nada optimista. Como con tantas otras cositas nuestras.