Soledad Cavero inició su andadura literaria en la década de los ochenta y desplegó su quehacer en muy distintos géneros: poesía, cuento, literatura infantil…. Pero como la propia autora reconoce, su devoción se centró en la poesía, aun a sabiendas de lo exigente que resultaba caminar por la difícil senda de la lírica.
Once poemarios abrochan, tres décadas después, su fidelidad y su rigor, y buena muestra de ello se encuentra en su antología “Árbol de la memoria. 1980 – 2014” (Huerga & Fierro Editores. Madrid, 2015).
En esta compilación, se incluyen dos libros inéditos, “Jardín de olvido” y “Con sabor de otoño y otras claridades”, además de una sección, “Con el tiempo en talones”, en que se recogen poemas publicados, en épocas diferentes, en distintas revistas literarias.
En su prólogo, Joaquín Benito de Lucas anota que los frutos poéticos de este árbol “nos ofrecen un variado mundo de experiencias gustativas desde el complejo y contradictorio zumo que se extrae del surrealismo, pasando por el escanciado néctar agridulce que produce el fruto del amor y el nutriente jugo religioso en obleas de desasosiego hasta el dulce néctar de la inocencia que el árbol ofrece para saciar la sed de la niñez”.
Y acierta, sin duda, en sus reveladoras palabras el vate talaverano, pues de estas líricas ramas de Soledad Cavero, se desprende un cántico pleno de verdad, de sugerentes acentos, donde se condensa una temática variada si universal, tamizada por un verso de cercana transparencia, “siempre en el aire,/ siempre en el fuego,/ siempre en el agua”
Al margen de los títulos inéditos ya citados, se incluyen aquí y ahora, textos pertenecientes a sus libros: “A través del espejo” (1980), “En esa fuente inagotable” (1982), “Con los pies descalzos y un paraguas rosa o azul”, “Mar verdadero” (1990), “Sharazad” (1991), “Canto para un violín en fuga” (1995), “Soñar es la palabra” (2002), “Ráfagas” (2009) e “Hijos del trueno” (2011).
En todos ellos, bulle la lucha cotidiana del ser humano, la esperanza inagotable de saber de nuestro origen primero, la conmovedora comunión que nos ofrece cada día la Naturaleza, la incesante búsqueda de una luz que guíe nuestra mortal incertidumbre. Además, el verbo armónico y unitario de la poetisa madrileña, ayuda a que el lector se sumerja con grata complicidad entre estas páginas corazonadas y solidarias: “Necesito vivir en el asombro,/ pintar de pronto un barco en lejanía,/ dialogar con el gato del tejado/ o trenzar ilusiones con los juncos/ que crecieron anoche en mis cabellos./ Tan sólo así/ me multiplico plena entre los bosques/ y bailo el vals de los arroyos/, junto a estas ansias de vivir mi canto/ en ese asombro de mirar el cielo/ con mil rumores en los ojos”.
Confiesa la autora en su epílogo, “Memorias que dejan huella”, que San Juan de la Cruz, Juan Ramón Jiménez, Luis Rosales, Claudio Rodríguez, Ernestina de Champourcin.., son los escritores que lee y relee aún y siempre. No cabe duda de que de sus recios y perdurables versos ha bebido y aprendido Soledad Cavero. Y por tanto, no es casual, el sabio mestizaje que anida en este florilegio y que traza con enérgica firmeza la voz de una mujer de mirada amplia y verso rotundo: “Donde no hay amor/ se detiene la rueda de la vida”.