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Concurso y concursante

"Con una sola frase, había conseguido en esa breve conversación atraer la atención de aquella magnífica señora"

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  • Ilustración de Jorkareli. -

(Relato en Fa)

Me acercaba el otro día a la barra de un bar al objeto de acceder a ese desayuno trasnochado – había caído de la cama a eso de la cuatro de la madrugada – y con la misma sonrisa que acostumbro, aunque nada más sea que por humana cordialidad, pedí un café con leche, mollete y mi terco aceite de primera que me persigue cual cura milagrosa de todos los males. Eso sí, aderezado con unas rodajitas de jamón York, aquél que comercializada por primera vez en la ciudad del mismo nombre el británico Robert Burrow Atkinson en 1860.
No me percaté al principio, pero allá cuando lograron servirme el mollete en uno de esos platitos nacarados que auguran un rato de reposo, sentí su presencia.
A mi lado, una señora de mediana edad, vestida entre progre y posmoderna con gafas de Lord Wilmore y un pañuelo que para la época del año más marcaba estilo que otra cosa, cumplía con el mismo rito gastronómico, apoyada ligeramente y con un ademán de flotabilidad disimulada, en la barra del bar.
No pude por menos de reaccionar ante aquella inusual figura y solté el solidario ´buenos días´ de costumbre que, también por eso de la cordialidad, suele decirse todavía en penumbras a esa hora de la mañana.
Aquella señora me devolvía la cortesía con otra sonrisa más amplia aún y con una pregunta tan directa que casi se me atragantó el primer bocado que me disponía a deglutir.
- ¿Vd., es artista, verdad?
- Sí – espeté entre la mezcla de york y el oliva que afortunadamente evitaba el atraganto definitivo –
- ¿Habrá presentado obra en el concurso de hoy? , continuó preguntando refiriéndose al certamen de pintura que tenía lugar en la ciudad.
En ese momento, su cuerpo giró noventa grados y casi imperceptiblemente hizo plano frontal conmigo, que aún mantenía la mano en la boca intentando que no saliera disparado lo que pretendía ser mi inicio de desayuno.
- Sí, - volví a responder, esta vez más oxigenado –
- Me ha caído usted bien desde que le he visto entrar – dijo ella - . Su porte, me  ha indicado su naturaleza y dedicación. Tengo buen ojo para ello.
- ¿Se dedica Vd. al arte?, pregunté yo esta vez.
- Seré miembro del jurado que dirimirá el ganador del certamen.
Era la mía. O aprovechaba la oportunidad y redoblaba la simpatía confesa a través de mi escasa habilidad de flirteo, o me inventaba la segunda versión del Quijote en verso alejandrino. Tenía que aprovechar la oportunidad. Aquello apuntaba bien.
Nuestras edades no distaban mucho y la madurez de ambos hacían irrelevantes cualquier disimulo o temor de adolescencia. Aquella sonrisa abierta adornada por un rojo carmín dibujado con esmero no daba tregua a mi compostura que afortunadamente superaba ya la fase deglutida inicial. 
– ¡Qué interesante! , añadí de forma inconsciente. Siempre me he sentido fascinado por los historiadores, críticos, curadores, marchantes y….- tuve que obligarme a rectificar- , no logro entender cómo se puede abarcar tanta capacidad, conocimiento, sensibilidad y equilibrio en sus decisiones, al punto de ser capaces entre la gran amalgama de estilos y formas de construir en el arte, decidir la bondad del ganador.
- Sí, es todo un cúmulo de conocimientos, intuiciones y otros menesteres.
- ¿Otros menesteres?, repetí yo.
- Sí, aquellos que se escapan a lo estrictamente ortodoxo y forman parte de lo que podríamos denominar folklore. Vamos, la parte divertida del asunto.
En ese momento su rostro alcanzó una expresión particular, entre lívida y obscenamente aclaratoria, tanto que tuve que sorber otro trago de cafeína para no atragantarme de nuevo, en este caso por la tensión que subía desde la garganta amenazando pintar toda mi cara de rojo carmesí.
Con una sola frase, había conseguido en esa breve conversación atraer la atención de aquella magnífica señora. Su aspecto, de una ola poco habitual en estos lares, hacía inconfundible su manera de vivir. La seducción era su arma. Su sonrisa, la palanca de cambio en las velocidades y su interesante porte, la fatal inclinación hacia el lado menos artístico y más pragmático de una de las más crudas realidades en casi todas las facetas de la vida: el subjetivo y ambicioso deseo de notoriedad y éxito a costa de lo que fuere.
No tuve más remedio. Al final, lo que subía por la garganta naciendo del estómago, vomitó ferozmente sobre mi conciencia y, cual tornado de mil vientos opuestos, descompuse la situación: ¡A la mierda!

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