La coincidencia de la inauguración de una extraordinaria exposición sobre la vida del genial compositor gaditano en el Real Alcázar de Sevilla con la representación del conocido ballet “El amor brujo” nos invita a una meditación estética sobre el arte, su interpretación y la contemporaneidad.
La interpretación de la obra de arte debe respetar siempre el espíritu de la letra, el espíritu de su creador: conservar pero no destruir su esencia.
O sea, algo muy diferente de lo que tuvimos ocasión de contemplar en el teatro de la Maestranza, aunque fuera aplaudido por la multitud. Cuando en el programa de mano se lee que se realiza “una apuesta musical rompedora” con la introducción de un grupo de rock en una obra clásica del siglo XX nos debemos preparar para ver y oír algo que no hubiera hecho nunca don Manuel de Falla. Sin embargo, estamos en la era de la transgresión de las normas y la falta de respeto a lo clásico aun cuando se trate de un clásico contemporáneo.
Ante el arte contemporáneo hemos de decir también la verdad: lo que es y lo que no es. Falla no pensó eso, no era esa su idea. Falla cantó la vida pero no la muerte. Jamás hubiera llenado un escenario de odiosos murciélagos y demoníacos vampiros que transmitieran horror al espectador, y que con los juegos de luz y la potente luminotecnia, escenografía y vídeos epatan el ser de la música. Al final sólo nos queda la Danza del Fuego porque ni la Nana, el Polo o la Asturiana fueron creados por Falla para incluirlos en “El Amor brujo”. Claro es que aún no había nacido Paco de Lucía para que pudiera incluir una de sus variaciones a la guitarra.
Al visitar la exposición “Itinerancias de un músico”, los niños y los jóvenes, acaso también algunos mayores aprenderán que el arte consiste en construir, no en destruir. Y vale el ejemplo de su homóloga, la arquitectura, música congelada según Hegel. El intérprete de ambas, como el historiador crítico que descifra el significado de la obra de arte sin inventar otra obra paralela que no existe, debe respetar al máximo su intervención sin añadir ni mermar, adhiriéndose al espíritu de la letra como quería Ortega.
Intervenir en una obra de arte no significa destruir, porque nuestro deber y nuestra obligación es conservarlo para las generaciones futuras. En la música como en la arquitectura, siempre el máximo respeto a lo que nos fue legado. Esa debe ser la norma, aunque nos inciten a no cumplirla. Con el patrimonio no caben pactos ni componendas sino fidelidad a la conservación de la obra. Para qué más: un ejemplo de lo que no se debe hacer lo tenemos en el caso flagrante y próximo de las proyectadas demoliciones en el Patio del León del Real Alcázar o el uso lesivo del chorro de arena a presión en los muros catedralicios, dos poderosos vértices del triángulo monumental hispalense declarado Patrimonio de la Humanidad.