Caen los últimos rayos de sol sobre la tarde. La luz oculta sus lánguidos latidos tras los voluptuosos relieves de la sierra. Los viejos campesinos salvaguardan el patrimonio milenario de la comarca, océano de tinta verde, olivos de carne y hueso, reliquia conservada del escenario que un día tuvimos. Eran tiempos de palabra y honor, donde el sudor de la frente ordenaba la escalera social, donde la sangre de las manos no era obstáculo para medir la habilidad del tornero, la maestría del peletero, del afilador su pericia, la paciencia del guarnicionero, la yeguada del cochero, la labia del barbero…, oficios, como tantos, de suma belleza y necesidad, ingresados, hoy en día, en la cama del hospital con fecha de expiración sobre sus cabeceros.
Dicen que fue a mitad del siglo XX cuando la sociedad comenzó a girar hacia la modernidad: atrás empezarían a quedar, progresivamente, atados a la aldaba, el mulo del hortelano y el carro del mercader de telas. La crudeza de lo perdido fue dejando en el olvido las coplas populares, las canciones de corro, las recetas de horno de leña y el respeto a la tierra. El pan empezaba a mudar su crujiente corteza y la miga, sin que nadie lo imaginase, compraba su billete en el quiosco de la electricidad. Fuimos perdiendo de los pueblos el golpe del zapatero y el olor a comestibles en el bajo de las casas, verdaderos centros sociales de fiar y despachar.
Todo aquello fue decayendo en favor del bienestar: la televisión mostraba la luz a la radio; el automóvil consentía el cambio a lo inmediato e imposible; las lágrimas de las abejas lloraban el fin de los días a la luz de las velas… En las ciudades, las casas empezaban a levantar sus brazos hacia el cielo, y los pueblos dejaban olvidar, cada invierno, su olor a leña quemada. El camino incesante hacia una nueva identidad estaba en marcha, sostenido con la memoria injusta, enferma de valores que, entonces, empezaban al vestirse por los pies y terminaban en los crisantemos del viaje definitivo.
Hoy, apenas recordada por las fotografías que sobreviven al paso del tiempo, rememoramos aquella España primera y primaria, y lo hacemos con el recuerdo emocionado de una época tan precaria de materia, como rebosante de vida. Cuántos de aquellos se derrumbarían si supieran que aquella revolución ha desembocado en la falta de agua en nuestros campos, que la luz del mediodía la oculta el brillo de las pantallas y que llamamos libertad a la carrera que, cada mañana, realizamos para no perder el metro que nos acerca a nuestro trabajo.