Hace unos días hablaba con un amigo a quien hace bastante tiempo que no dedicaba el tiempo que merece. Nos preguntamos por la salud, la familia y el trabajo, principalmente, y recordamos, jocosamente, algunas anécdotas de ayer. También, nos contamos proyectos de futuro y, si bien los míos eran rutinarios, llamándome la atención los suyos. Me señalaba que estaba atravesando la experiencia de una mudanza. Detúvose el amigo en su parlamento, el cual transmitía el hálito de la grandeza insatisfecha, y es que, ya teniendo firmada la propiedad, empezaba a confirmar que sus necesidades mínimas no cabían en la superficie a la que su capacidad económica podía responder. En su nueva vivienda, de no me quiso decir cuántos metros cuadrados, su mujer y él debían dar cabida a sus dos hijos (ambos varones, eso sí) y, por si acaso algún día, a alguien más, llámese madre, suegra, colegas del menor, amiga del mayor, etcétera y viceversa.
Su preocupación por acoplar lo necesario la transmitía con una mescolanza de desasosiego y humor, resignación y valentía, pues, si de pronto se afligía, al instante pronunciaba: “Estamos convencidos de la compra”. Y así es como me planteaba algunas de las soluciones que consideraba, y naciole la que voy a relatar, casualmente, al visitar una tienda de sofás. Al parecer, y siempre según mi amigo, en la exposición los podía contemplar superpuestos unos sobre otros, de modo que en la nave cupiesen el doble de los inicialmente pensados. Sujetos en estructuras preparadas, mi amigo pudo ver los canapés a dos niveles. Algo así como las literas empezaba a adivinarse como una intención de futuro, al menos, en las exposiciones de venta. Y aunque su mente no acogió la idea de crear dicho sistema en su salón, me decía que había aceptado la feliz alternativa de plantear al herrero la realización de un escritorio de dos plantas para sus niños, que si bien seguirían durmiendo en la litera infantil, ante los requerimientos de su crecimiento, requerían cada uno un lugar donde tramitar su formación académica.
Es cierto que me resultó impactante, de inmediato, la creatividad de mi amigo, mas, a su vez, me apesadumbró su desesperación para tener que valorar dicho encargo, y quise ayudarle. Y entonces, le pregunté: “Matías, ¿y por qué no metes el lavabo dentro del plato de ducha? ¿Y por qué no dormís tu mujer y tú también en otro doble camastro vertical? Lo digo por si es necesario meter cajoneras en ese hueco creado, que imagino que no vais sobrados de armarios empotrados… Ah, ¿y no has pensado en patentar la lavadora-secadora-plancha?” Entre bromas y risas, al menos, mi amigo pudo, durante unos minutos, compartir su flamante tristeza.