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Escrito en el metro

La leyenda del Valle del Infierno

Los animales huyeron ante la permanente oscuridad y las plantas vieron pudrirse sus flores y negar que surgieran sus frutos

Publicado: 09/01/2025 ·
08:59
· Actualizado: 09/01/2025 · 08:59
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Autor

Salvo Tierra

Salvo Tierra es profesor de la UMA donde imparte materias referidas al Medio Ambiente y la Ordenación Territorial

Escrito en el metro

Observaciones de la vida cotidiana en el metro, con la Naturaleza como referencia y su traslación a política, sociedad y economía

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Cuenta una leyenda del Valle del Infierno que hubo un tiempo en donde el otoño era frío y lluvioso. Acercándose estas fechas del día de los difuntos, Vitorio y su familia iban a recoger los frutos del bosque. Castañas, bellotas, majoletos, madroños. Mientras bajaban por la barranquera recolectaban en el arroyo ramitas de paladú y, ya cerca de la costa, cortaban trozos de caña dulce. De camino al mercado del pueblo iban preparando la cesta con la que ofrecerían su colecta la noche de todos los santos. De esta manera se sacaban algunas monedas que servían para sufragar los gastos más básicos para satisfacer sus necesidades.

Aquel año el verano estuvo enturbiado por una densa calima que no dejaba penetrar el sol. Los animales huyeron ante la permanente oscuridad y las plantas vieron pudrirse sus flores y negar que surgieran sus frutos. El bosque era un secarral quebradizo del que nada emergía. Benigna, la más pequeña de la familia, ajena a la desgracia jugueteaba por el bosque. Mientras brincaba entre la espesura de la maleza, de una cueva surgió un hombre de tez verdosa que la asustó. Recordó la historia que tantas veces le habían contado sobre el nombre de aquel Valle, que se debía a la aparición en determinadas ocasiones del diablo. La niña, enmudecida por el sobresalto, se tranquilizó al oír la voz grave y quejosa de aquel grotesco personaje. Acercándose a Benigna le rogó que le extrajese la puya que tenía hincada en la espalda, a la altura del corazón. Apenada, se compadeció y procedió a ello, saliendo de la herida un violento chorro de sangre. El hombre soltó un sonoro suspiro, dándole las gracias a la niña a la vez que le indicaba la tierra donde cayó la sangre. El vital elemento se había convertido en una cesta que llevaba los mejores frutos de otoño, desde bermejas grosellas a suculentas chirimoyas, desde arándanos a enormes endrinas, desde moras a caquis y granadas. Benigna no salía de sus asombro, mientras el benefactor le confesaba que él había sido un hombre malo, avaro y despiadado, y que en su mal fue abandonado a su suerte tras ser atravesado por una estaca. Gracias a aquel donativo sus piececitos disfrutaron de unos protectores zapatos.

Esta leyenda la he oído repetirse en muchas serranías de nuestra geografía, en donde suele existir un Valle del Infierno, un Valdeinfierno o un Barranco del Infierno. En todas ellas la ruindad, gracias al arrepentimiento, acaba por transformase en gratitud. Benigna aprendió que hacer el bien, incluso desde el miedo, siempre tiene su justa recompensa.

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