El enigma de Dios
"Reconozco que ando un poco perdido en el nuevo Jaén. Nací en la Plaza de las Palmeras y mi vida profesional, cofrade, cotidiana, casi siempre se ha desarrollado al sur de la ciudad, por los barrios altos"
Cultos en el Salvador. Ambiente cuaresmal en una tarde tibia y sedosa que anuncia con insistencia la presentida primavera. Los costaleros ensayan bajo una parihuela cargada de sacos terreros por las calles de la feligresía acompañado su paso por música procesional enlatada.
Quinario de Jesús despojado de sus vestiduras. Nos recibe el Hermano Mayor que, en los momentos previos al culto, me cuenta su ilusión por haber inaugurado una nueva Casa Hermandad. Me habla, asimismo, de la nueva imagen de Juan evangelista que procesionará en el paso de misterio. Se dilatan sus pupilas al hacerlo; es una luz que he visto muchas veces en los ojos cofrades. La luz de la pasión.
Segundo Domingo de Cuaresma. Marcos, el evangelista que fuera el primero en relatar aquellos hechos veinticinco o treinta años después que ocurrieran, escribe sobre la Transfiguración en el monte Tabor. El oficiante habla de ella como de esos flashes de luz que todos necesitamos a veces para que nuestra mente se ilumine ante el misterio de Dios, al que describe como tremendamente enigmático.
Por su aparente silencio que tanto desasosiega a muchos cristianos, y provoca la ironía de los escépticos, necesitamos muchas veces esa momentánea luz que nos permita seguir albergando en nuestro pecho la locura de la fe de la que hablaba San Pablo. Locura de la cruz que hace sonreír a los incrédulos. Locura que debemos, sin embargo, compartir, pues, ellos y nosotros, tenemos una responsabilidad común a la hora de luchar por la dignidad humana. Locura que debemos hacer creíble dando cada día testimonio de nuestra esperanza. Locura que precisa una combinación equilibrada de conocimiento y acción para que sea reveladora.
Según el filósofo italiano no creyente, Flores d`Arcais: “Hay que guardar silencio sobre el silencio de Dios”. Opina este pensador que Dios es irrepresentable e indecible; inefable y no puede ser objeto de conocimiento ni de comunicación alguna.
Sin embargo, decía Kierkegaard que: “la fe comienza precisamente allí donde termina el pensamiento, donde la razón no tiene nada que decir”. Pero existe un punto intermedio. Dios se hizo hombre, se despojó de sus vestiduras divinas y se situó a la altura humana para que pudiéramos comprender el misterio. En los brazos de su cruz, fe y pensamiento se han conciliado para siempre.
La hermandad del Despojado está celebrando su primer cuarto de siglo de existencia. Tuvieron sus cofrades primigenios que trabajar duramente durante dieciséis años para conseguir hacer su primera salida procesional. Es la fe quien los mantuvo unidos. Esas razones del corazón que la razón no entiende, pero que son las que mueven el mundo, alumbraron la actual realidad.
Al salir mi mirada se detiene en la Virgen de la Amargura que situada en su altar lateral del templo, vestida de hebrea, parece estar en lugar secundario. Y sin embargo, en su limpio seno tuvo lugar el encuentro decisivo entre Dios y los hombres. Ella recibió aquella locura divina en sus entrañas. En ella se aclaró definitivamente el enigma de Dios. Las tinieblas se hicieron luz, la fe, razón, el silencio, palabra, la oscuridad alumbró la esperanza.
Mis labios rezan una oración por todas aquellas madres que se plantean abortar en algún momento la criatura que llevan en sus entrañas. Yo les pediría que nunca lo hicieran, porque en un seno de mujer se estableció la alianza entre Dios y los hombres. El cuerpo de una mujer debería ser eternamente un altar sagrado, donde se realizara plenamente el sacramento de la vida.
Tocan músicas de pasión en honor a Jesús despojado al terminar el culto. En su desnudez del Calvario Dios habló para siempre. Al pasar junto a la catedral, de vuelta a casa, siento una mano poderosa que calma todas mis ansiedades.
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