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Hablillas

Las cigüeñas

Los días desde entonces son distintos, desiertos y tristes.

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Hace años que no tenemos que esperar a San Blas, al 3 de febrero, para oírlas crotorar, como referíamos en esta misma columna hace cuatro años, para verlas erguidas, majestuosas y elegantes sobre los campanarios, agitando las alas festoneadas de negro. No hay que esperar al cambio de estación para disfrutar de su presencia, porque las alteraciones climáticas las han obligado a buscar otro hábitat donde desarrollarse. Al igual que otras especies, hemos perdido el nerviosismo con ese resquicio infantil que provoca la sorpresa al verlas en grupo cruzando el cielo, dispersándose a cada tramo buscando los nidos.

Hace años que no se mueven de nuestro entorno. Hace años que las oímos crotorar durante los silencios de una tarde invernal, que una ráfaga dislocada de levante nos aleja ese peculiar sonido o se nos confunde entre los hilos brillantes de un chaparrón en primavera. El caso es que nos hemos acostumbrado a ellas, a quejarnos cuando deciden posarse en las antenas, a sus manchas sobre la acera y a sus complejidades. Y nos hemos acostumbrado tal vez por tradición, por las leyendas que han llegado a nosotros, no sólo la referida a San Blas, a este médico que luego fue obispo, sino la alusiva a la piedad que simbolizan porque se creía que alimentaban a sus padres en la vejez, a los viajeros y a los pueblos que adoptaron su propio nombre, pelargos, porque eran nómadas. Sin embargo la leyenda más popular es la que nos habla de la llegada de un nuevo miembro a la familia. Acostumbradas a anidar también junto a las chimeneas, su instinto de protección hacia las crías y a que conservan su pareja toda la vida, la imaginación y sabiduría popular creó esta bella referencia de fidelidad cuyo origen parece estar en Escandinavia, aunque no esté comprobado. Lo cierto es que pronto fue difundida por el resto del mundo en forma de cuento y adoptada para explicar la sorpresa del nacimiento de un nuevo ser a la cabecilla pensante del chiquitín que desde ese instante pasaba a ser el mayor, responsabilidad no asimilable con tan pocos años. 

Resulta agradable ver a las cigüeñas alimentando a sus crías, oírlas crotorar mientras la mañana se despereza o la tarde languidece. A lo largo de nuestra calle Real hemos gozado de un paisaje urbano rematado con cigüeñas. Desde la Ardila al Castillo de San Romualdo nos distraía la marcha el momento de verlas alzar el vuelo, planear y posarse en el nido. Las oíamos cuando pasábamos bajo la araucaria del huerto de Togores, cuando el viento del norte silenciaba el amanecer y la ráfaga helada parecía crujir repetidamente, como si estuviera atrapada en sus picos. Este paisaje urbano, este deleite efímero, ha perdido uno de sus puntos encantadores. La Semana Santa, con sus tambores, cornetas, penitentes, imágenes y pasos acompasados distrajo la atención del paciente oyente y cansado caminante encubriendo la desaparición del nido asentado en la espadaña trasera de la iglesia de San Francisco. Sin ánimo de crítica o reproche, fue el silencio quien gritó la ausencia de esta familia de cigüeñas que, creemos, habrá sido trasladada por circunstancias razonables. Los días desde entonces son distintos, desiertos y tristes. La realidad rotunda sentencia que no volveremos a ver en el bello contraluz del atardecer la silueta recortada de un par de alas batiéndose, estirándose, alas que por efecto de la sombra las vimos teñidas de noche. Sólo queda el recuerdo. Sólo queda el silencio.

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