Hay seres que viven con más pena que gloria, que desaparecen mucho antes de dar el último suspiro, que viven una vida en la que los días cortos se suceden con una larga noche por medio, como el paréntesis que encierra una ilusión gastada que chispea débilmente por esa oscuridad. Seres conocidos en su ciudad y fuera de ella y son precisamente sus semejantes, sus compañeros quienes los silencian, quienes los condenan a un ostracismo no político aunque lo político dirija la estrategia.
Con más o menos precisión conceptual, con más o menos acierto esto es lo que vivió Ana Mª Matute, una mujer anacrónica por lo adelantada a su tiempo, que tuvo una vida muy dura y que a pesar de todo hizo lo que quiso. Cuando por ser joven no la dejaban salir, se escapaba por la ventana. Cuando su matrimonio se acabó, se separó por propia iniciativa, aunque tal decisión le costó perder por un tiempo la custodia de su hijo. Ella misma contó que escribía jugando con él en su falda. Sin embargo su sentimiento de libertad o la sensación que su actitud producía en los otros -cómo la veían los otros, una mujer rara por su instinto de fuga, de fábula y de fantasía como escribió Luis Alemany- fue lo que en cierto modo la silenció. Y aunque no dejó de escribir ni de publicar ni de ganar premios la crítica no fue objetiva con su obra, simplemente su nombre como noticia se reducía a una mera referencia con foto a veces, sin más hondura, sin más extensión que la mitad de una página.
Sólo a unos pocos nos importaba que empezaba el día con un café y un crucigrama, que formaba parte de la Real Academia de la Lengua, que escribiera una novela fantástica hace más de veinte años, que este “Olvidado Rey Gudú” se encuentre en la caja de las letras o que por fin le dieran el premio Cervantes. Y es curioso cómo el silencio ha trascendido, porque la conocen quienes aman la literatura con mayúsculas, la literatura con el brumo de cuento que sólo consiguió Ana Mª Matute. Si Poe fue quien dio a conocer una forma de contar distinta y breve, si García Márquez fue un gran contador de cosas, Ana Mª Matute escribió novelas sin que dejaran de ser cuentos, sin perder la espontaneidad, la autenticidad, la intensidad y el intimismo que caracterizan a este género literario.
En cualquiera de sus obras encontramos parte de su alma libre y castigada por la posguerra porque “la guerra se me cayó encima cuando estaba empezando a vivir”. Tal vez por eso sus protagonistas femeninas eran jóvenes, niñas a veces, educadas en una familia estricta, que cuando se rebelaban y eran castigadas transformaban el cuarto oscuro en un lugar mágico por donde volaba la imaginación. Adriana, que también empieza por “a”, protagonista de “Paraíso inhabitado” nos lleva a ese mundo creado por ella mientras el colegio la espera. Un mundo al que siempre podrá huir aunque la naturaleza la convierta en una adulta. Un mundo que descubrió el día en que el unicornio blanco desapareció durante unos minutos del tapiz que adornaba el salón para reaparecer y volver a su sitio segundos después.
Adriana vivió esperando revivir aquel momento. Su tía Eduarda fue tajante: “los unicornios no vuelven”. Error. Vuelven cada vez que no reencontramos con la ilusión y la melancolía que reviven nuestra niñez, esa época en que la inocencia escondía los nombres de los sentimientos, cuando en algún momento nos negábamos a crecer sabiendo que era imposible. Ana Mª Matute supo con certeza que los unicornios sí vuelven. Y esto la hizo feliz. Descanse en paz.