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La tribuna de Viva Sevilla

El salto

El salto de los Gasol es el impulso que ha dado la vida del país en las últimas décadas. Si alguien me hubiera dicho tan sólo hace diez años que dos hermanos españoles iban a protagonizar el “twitter” del partido de los mejores jugadores de baloncesto, lo hubiera tomado por un pobre hombre.

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Saltar es antinatural. Un desafío provocador a Isaac Newton, el hombre que nos explicó por qué no sabemos volar. El ser humano es temeroso, vive apegado al suelo, a la madre Tierra. En todo caso salta para intentar meter una pelota naranja en un aro pequeño, lo que como dijo Larry Bird, el blanco que mejor ha volado entre negros, no deja de ser una estupidez. Una estúpida pero hermosa rebeldía.
Federico García Lorca llegó a Estados Unidos para escribir “Poeta en Nueva York” y comprobó que el alma gitana tenía el mismo compás que el jazz. Setenta y cinco años después, dos hermanos catalanes, españoles (Pau y Marc Gasol) han saltado en el Madison Square Garden detrás del balón que iniciaba el partido de las estrellas.


Somos, o hemos sido, un país de bajitos, de hombres landescos, lopezvazquianos, lo cual suponía un inconveniente sólo para jugar de pívot. Uno ha vivido los tiempos en que medir dos metros de estatura te convertía casi en una atracción de circo. Viendo las imágenes por televisión pensé en ese salto inicial que nunca dieron Fernando y Antonio Martín, precursores, pioneros en esta peculiar conquista americana. Mérito no le faltaban pero todavía entonces el compás, el timing de juego era muy diferente. Y España, mi querida España de Cecilia, también era muy diferente.


Aquellos que hemos tenido la suerte de encontrarnos con esta pasión inútil sabemos del placer indescriptible que da saltar, correr detrás de una pelota naranja. Michael Jordan contaba que terminaba los partidos con la sensación de que podía seguir jugando eternamente. “Siempre recordaré la noche en que Mike y yo nos complementamos para meter setenta puntos entre los dos”, dijo un jugador de los Bulls que había encestado un solo tiro libre; Jordan había anotado los sesenta y nueve puntos restantes.


El bueno de Lolo Sainz encontró la fórmula para frenar al mítico Drazen Petrovic. “Hay que jugar lo mejor posible y… rezar”. Un entrenador retirado de la NBA encontró por fin cómo parar al fabuloso Magic Johnson desde el confortable sillón de su casa : “Es muy fácil. Te levantas del sillón, apagas el televisor y te vas al cine”. Estas frases, tomadas al azar, hablan por sí mismas de la gente del basket, deporte que requiere ciertas dosis de inteligencia, habilidad, sacrificio y una filosofía particular, entre cuyos principios destaca no tomarte demasiado en serio a ti mismo y sí a tu rival en la cancha, seguro que te enseña algo. 


Una de las grandezas del deporte es que suele generar certeras metáforas sobre la vida. El salto de los Gasol es el impulso que, a pesar de los pesares, ha dado la vida del país en las últimas décadas. Si alguien me hubiera dicho tan sólo hace diez años que dos hermanos catalanes, españoles, iban a protagonizar el “twitter” del partido que reúne a los mejores jugadores de baloncesto del planeta, lo hubiera tomado por un pobre hombre, un memo, un loco que no mide las palabras que dice.


Con los hermanos Gasol hemos saltado todos desde aquel entrañable baloncesto que uno tanto amó: las calzonas de seda arrugada, la camiseta de algodón con el número de plástico cosido amorosamente por la madre, las botas John Smith que los Reyes Magos dejaban en el balcón directamente caídas del cielo. Ya lo dijo el inefable Larry Bird, el blanco que mejor ha volado entre negros, la noche en que Michael Jordan machacó los sesenta y nueve puntos: “Dios se ha disfrazado de jugador de baloncesto”.

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