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La patria de Pablo

Apagada ya la candela de la celebración de la Fiesta Nacional el 12 de octubre, quedan los rescoldos sobre los que la prensa del corazón se calienta las manos...

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Apagada ya la candela de la celebración de la Fiesta Nacional el 12 de octubre, quedan los rescoldos sobre los que la prensa del corazón se calienta las manos. El desfile y posterior recepción oficial se han convertido en una pasarela de moda, que llena horas de televisión y hojas de revistas con sesudos análisis de los looks de las invitadas e invitados. Y es que esa candela cada vez calienta menos el alma colectiva de la nación, deja sin hacer el secreto ibérico de la patria sobre la parrilla provocando que los invitados a esta barbacoa, decorada con motivos militares y cortesanos, se peleen por llevarse a su plato el trozo más hecho del pitraco, que acaba siempre deshecho y sanguinolento.

Entre todos los participantes del pintoresco desfile militar, sin dudarlo me quedo con Pablo, la cabra de la Legión. No crean que lo digo a modo de gracia, sino porque me veo representado en ese animal, simbólicamente representado. Comparto su estupor al verse obligado a participar en un acto que no tiene sentido alguno para ella -Pablo es hembra-, a pesar de que este año, por vez primera en la historia de las cabras de la Legión, le hayan permitido desfilar sin ataduras, exaltando así su libertad domesticada, su voluntariedad obedecida. Algo parecido sucede fuera del desfile, donde bajo la sensación de poder expresarse libremente, subyacen bridas que nos reconducirán a la senda del buen patriota. Nos invitan a desfilar sin correas visibles, pero sí atados por dogmas y prejuicios que nos obligan a seguir los pasos de los legionarios sociales e institucionales. Si no lo creen, repasen los comentarios que inundaron las redes sociales con motivo del 12 de octubre, vean cómo usuarios anónimos y otros famosos aleccionaban para ser un buen español y señalaban a los herejes llamándolos antiespañoles.

Pero Pablo no sólo mira extrañada a los legionarios patriotas, también a los legionarios contra-patriotas, que desde fuera vierten insultos y descalificaciones bajo algunos axiomas -tan elaborados e inteligentes- que arrancan con un “yo me cago en”; ellos sí tienen patria, la de los imbéciles. Son esos otros que se obstinan en convencer a los demás para no ser patriotas con argumentos tan bochornosos que te hacen pensar que, para convertirte en uno de ellos, prefieres quedarte como estás.

La cabra sigue trotando por inercia entre aplausos estridentes, abucheos cerriles, consignas anacrónicas, luchas de simbologías y peleas dialécticas basadas en estupideces. Pablo tampoco acaba de comprender la ausencia de algún representante autonómico en un acto institucional como este, mucho menos cuando a las pocas horas ese mismo ausente valentón comparte inauguración de un acto con el Jefe del Estado español y respeta el protocolo oficial del mismo; es decir, lo que intentaba negar horas antes con su ausencia, lo ratifica horas después con su presencia. Esto sobrepasa las pocas entendederas de Pablo, la verdad.

El desfile continúa, y sigue recibiendo alabanzas y vítores de los patriotas, en la misma medida en que es denostada y pitada por los antipatriotas. En medio de la turbamulta a Pablo se le ocurre pensar que quizá sea un poco absurdo, cuando no ridículo, que tanto unos como otros cifren en su figura, una cabra disfrazada, el concepto de patria, que materialicen en un animal su universo de filias y fobias patrióticas. E intuye que la idea de patria se ha maltratado tanto y de ella se han servido, y sigue haciéndolo, tanta gente para pisar al enemigo y alcanzar objetivos particulares, que se ha convertido en algo tan sucio y desagradable que debe ser adobado con las especies de la anécdota, la superficialidad, el espectáculo y la banalidad para que sea consumible, por lo menos una vez al año. Pablo concluye que el concepto de patria se ha trivializado de tal forma que ahora cabe hasta en una cabra como ella.

Y Pablo, o yo, decide quitarse ese absurdo manto que le ponen para desfilar, cambiar el paso y desviarse de la fila, y, desoyendo las amenazas e insultos de unos y otros, salirse del desfile para buscar el campo abierto, donde pastar a su albedrío y sentirse, de una vez por todas, libre. Quizá Pablo pueda llamar a eso algún día patria.

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