De vez en cuando, la naturaleza se venga de la tecnología.
De vez en cuando, la naturaleza se venga de la tecnología. En Tristes Trópicos, Lévi-Strauss recuerda la indignación de unos indios brasileños cuando el antropólogo montó a uno de ellos en un avión para cruzar el cielo, y el filósofo Virilio se ha hecho famoso previniendo sobre los efectos de la velocidad y la inevitabilidad de los accidentes. La única hazaña ingeniera que ya nunca falla es la amplificación instantánea de las catástrofes en la miseria solidaria de los telediarios. Era fácil ponerse en la piel de los familiares que entraban desesperados en las salas de aeropuerto de Río y de París donde el cartel seguía anunciando un vuelo retrasado.
Así que no se puede viajar en avión. Pues tampoco en coche. Coincidiendo con los líos de la Fórmula 1 y sus extraños piques entre ricachos y alerones, ha habido unas conversaciones trepidantes para salvar Opel, la marca europea, del naufragio de General Motors. Las conversaciones han mostrado el fin de dos modelos: el alemán y el americano. En los protocolos han participado varios empresarios pero muchos más estados. La gran noticia del año es el regreso de la momia del Estado, del control público, de los medios públicos. Es una nota congruente que a Obama se le afee por utilizar el avión presidencial para salir a cenar y, en España, se juzgue a Zapatero por preparar sus mítines privados en vuelos de propiedad pública.
Florentino Pérez es tan famoso que en la televisión y en las tabernas ya se refieren a él sin apellidos: Florentino. Como Felipe. Como el míster Luis que nos ganó la Euroliga. Como a veces, y sólo en el sector de amigos y partidarios, Pedro el del cine. De acuerdo con la prensa extranjera, más cruda con él que la servicial de aquí, el todopoderoso Florentino pelea sin éxito con el mandamás de Iberdrola, Sánchez Galán, para controlar la energía de los molinos de viento. Los españoles somos líderes mundiales en energía de molinos desde Cervantes y el siglo XVII. Florentino insiste. Sus aviones pueden retrasarse pero siempre llegan.
Como moscones cojoneros, los candidatos mitineros recorren incansables el aire insultándose y acuñando tonterías: “No a la oreja, sí a la ceja”. O: “Sí a la ceja, no a la oreja”. Estos sí que van retrasados de vuelo. El público desea ardientemente que todos pierdan. El único dilema que los pusilánimes aún se plantean es el de decidir si uno de los candidatos debe perder más que el otro.