En el debate “democracia directa versus democracia indirecta” que desde el 15-M para acá se ha puesto en España encima de la mesa yo creo que es posible encontrar un posicionamiento más o menos intermedio. Solo es cuestión de que nos estrujemos un poquitín los sesos para hallarlo, del mismo modo que en su día se hizo para construir la democracia representativa y llevar a cabo la transición con notable éxito, por más que hoy se la critique. No se trataría de acabar con la representación y las ventajas que dicho sistema ofrece para democratizar las sociedades modernas y sus instituciones, que, junto con el territorio, conforman estados nacionales o plurinacionales e incluso entidades supraestatales, sino de introducir más y mejores fórmulas de participación directa de la ciudadanía en los asuntos públicos. Al menos en aquellos asuntos públicos en los que dicha participación es posible sin que se ponga en riesgo la seguridad y continuidad de los estados y, sobre todo, de la sociedad misma.
No se me escapa que esta es una idea un tanto vaga que precisa de mucha más concreción, pero supone un comienzo. Es verdad que el funcionamiento de una democracia directa entrañaría muchos problemas de operatividad insalvables, pero no lo es menos que la introducción de mecanismos para lograr una aproximación a ese objetivo que se antoja inalcanzable, y tal vez indeseable, como sostiene Giovanni Sartori, está en nuestras manos, es a día de hoy viable, y serviría, además, para afrontar la crisis de credibilidad que sufren las democracias modernas y reforzar esa legitimidad de la que hoy se duda.
Que el populismo y la demagogia hayan hecho bandera de la defensa de la democracia directa no desvirtúa las bondades que su concepción lleva implícitas –como hacer aún más efectiva la vieja aspiración de igualdad de los individuos en cuanto a su posibilidad de protagonismo e intervención en lo público– ni las ventajas que comporta, como lo es, por ejemplo, la de contribuir a la implicación de los ciudadanos en las cuestiones comunes que les afectan, combatiendo la creciente desafección hacia la política y el continuo incremento del abstencionismo. De hecho, también fueron llamados en la Antigüedad populistas y demagogos los defensores de los ideales más o menos democráticos. Y otro tanto de lo mismo ocurrió en los siglos XVIII y XIX con los defensores de la democracia representativa.
Las nuevas tecnologías –como ya aventuraba Wolf en 1970– ofrecen grandes oportunidades para la introducción de esos mecanismos de participación de los que hablamos. Lo hemos visto en la elección de cargos dentro de organizaciones políticas como Podemos o el PSOE, aquí en España, y lo vemos con la cada vez mayor extensión y generalización de la administración electrónica. No estoy diciendo con esto que debamos encaminarnos hacia la implantación de una democracia cibernética (cuasi virtual) como aquella con la que fantaseara Isaac Asimov, aunque sí creo que hemos de estar abiertos a nuevas y prometedoras posibilidades, siempre y cuando procuremos, eso sí, que la cosa no se nos vaya de las manos.
Afirma Sartori, citando a Mencken, que “para todo problema humano puede encontrarse una solución simple, clara y equivocada”. Y no le falta razón al politólogo italiano, pero, desde luego, eso no significa que para muchos problemas no existan soluciones imaginativas, eficaces y, además, acertadas, independientemente de que dichas soluciones sean simples o no.
Opiniones de un payaso
Democracia directa versus democracia indirecta
En el debate “democracia directa versus democracia indirecta” que desde el 15-M para acá se ha puesto en España encima de la mesa yo creo que es posible...
- José Antonio Ortega
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