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El jardín de Bomarzo

El miedo selectivo

Si este verano, agosto, nos dejó para consumo del dialecto nacional el término negacionista, quizás este septiembre concluya con otro: el miedo selectivo

Publicado: 11/09/2020 ·
13:21
· Actualizado: 11/09/2020 · 13:21
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Bomarzo

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"Para tener una buena cosecha debemos eliminar la mala hierba del campo, de lo contrario el arroz crecerá mal, a pesar de un arado cuidadoso y abono abundante". Ho Chi Minh.

"Está usted el número dieciocho en la espera para ser atendido en este momento". Con esta escueta frase resolvía la voz robótica del contestador una llamada esta misma semana a una de las consejerías de la Junta de Andalucía, hecha a modo de consulta para ver si era cierto. Y lo es -el número total de empleados públicos de la Junta asciende a 270.101 personas, pero nadie al teléfono-. La administración pública y, en concreto, toda el área de atención al público, ha entrado en una especie de estado en barrena tras estos meses de crisis sanitaria, de confinamiento, de nueva normalidad, de tele trabajo a medias que es medio no trabajar. Una administración -central, autonómica, local- sobredimensionada en personal, cara porque los salarios más bajos son altos, encorsetada dentro de un férreo control sindical que funciona bajo el censurable doble objetivo: "Lograr que el empleado público trabaje cada día menos y que cobre cada día más..."; ahora, además, esto sucede mientras los maestros han de recibir a sus alumnos porque qué duda cabe que la educación presencial es la mejor y, desde el primer día, los enfermeros y médicos no se han escondido ante el contacto de sus pacientes o los cajeros de los supermercados frente a los alimentos que pasan por la cinta para nuestro consumo.

El sector público, conformado por los trabajadores con más estabilidad laboral porque en las administraciones están prohibidos los ERTES y los despidos no son frecuentes -además de que al personal funcionario no hay manera de despedirle-, tiene más vacaciones y asuntos propios que en la privada, una jornada más reducida que el resto de sectores y, en casi todos los puestos, un sueldo más alto, medio se está borrando del escenario. Y digo medio porque, como en todo, hay de todo y hay enormes profesionales fieles cumplidores de su trabajo, entregados sin escatimar esfuerzo y con verdadera vocación de servidor público, pero como el sistema público en general es permisivo y los sindicatos son en muchos casos los guardianes del engaño, con el tele trabajo y con este adn nacional va añadido el tele engaño, el vuelva usted mañana, pasado o -mejor- nunca y si antes con todos en su puesto de forma presencial el resolver un expediente era lento y dificultoso, con el tele trabajo y los turnos presenciales es cuándo la cosa se va a poner fea de verdad. Lo peor es que todos los partidos son conscientes de una realidad que desde siempre viven las administraciones, donde el vago se mueve como pez en el agua, sin temor alguno y con sindicatos defendiéndole si algún jefe osa intentar hacerle trabajar y más cuando no se valora el rendimiento ni la productividad. Y lo grave es que ningún gobernante va a tomar cartas en el asunto porque enfrentarse al sector público es electoralmente perjudicial. 

Si este verano, agosto en concreto, nos dejó para consumo del dialecto nacional el término negacionista, quizás este septiembre concluya con otro: el miedo selectivo, que es como la manera mediante la cual tú seleccionas qué te da miedo y qué no ante una situación similar. Como ahora ya no estamos confinados y por tanto, respetando las normas, tenemos libertad de movimientos, muchos en el sector público, con los sindicatos detrás, están decidiendo que es posible ir a la playa, al chiringuito, al supermercado o al parque donde circula mucha gente o al bar a tapear con amigos a menos de dos metros y sin mascarillas porque ahí no les preocupa el riesgo, pero resulta peligroso acudir al puesto de trabajo y para volver a presencial exigen garantías de riesgo cero -que es imposible-. Por tanto, seleccionamos lo que nos da miedo y lo que no y, claro, nos da miedo aquello que no nos divierte. Es una nueva demostración de la cultura del ocio y no del trabajo. 

La vuelta al cole se ha presentado como un compendio de despropósitos en sentido contrario a la nula voluntad de volver al trabajo presencial de muchos trabajadores y sindicatos de las administraciones públicas, en los colegios los profesores y los padres tienen claro que la educación debe ser presencial, sobre todo en infantil y primaria -donde resulta inviable que sea por tele clase-, además de ser fundamental la socialización de los pequeños y, por otra parte, porque la brecha digital en muchas familias es un hecho. Pero lo que es inconcebible es que se hayan abierto centros educativos con los niños sentados a menos de metro y medio y los profesores sin distancia social con la primera fila, veintitantos seres humanos en un aula durante cinco horas, lo cual infringe las medidas de seguridad implantadas por las propias comunidades autónomas, las competentes en gestionar la organización de los centros educativos. Más aulas y más profesores era lo que en estos meses pasados tuvo que haber organizado cada autonomía para preparar los centros y no lo han hecho casi ninguna, pese a haber recibido del gobierno muchos millones para esto.

Si un problema gordo tiene nuestro estado es ese gran aparato que conforman las administraciones, abarrotadas de empleados pero sin diseñar planes de actuación lógicos, realistas, coherentes y útiles y sin tomar decisiones a tiempo porque el peso de los procedimientos, de los muchos informes que ahora cualquier cosa requiere y la larga tramitación de los expedientes, tiene como resultado una constante ineficiencia. Con unos gobernantes que en cuanto pisan su administración respectiva se topan con la cruda realidad de que llevar a cabo sus decisiones políticas depende de informes jurídicos y técnicos y, luego, su ejecución de empleados que, salvo excepciones, tienen un alto grado de desinterés por hacerlo bien y a tiempo. Nos guste o no, la realidad es que los políticos gobernantes hoy están secuestrados por el peso burocrático de las administraciones públicas. Ya no son tiempos del ordeno y mando al empleado porque la respuesta será una denuncia por acoso o coacción, ni son tiempos de aprobar algo sin la garantía de contar con informes favorables porque se ha judicializado la vida pública y ningún político corre riesgo de acabar frente al juez. Y, por su parte, los técnicos que informan tampoco corren riesgos de ser imputados y cualquier cosa la miden bien y, por ello, se toman su tiempo -muy largo-. Esta judicialización de la vida pública, donde la antigua intervención mínima del derecho penal ha dado paso a la máxima e intensa intervención del derecho penal, con unos jueces y fiscales que al no ser del ámbito contencioso desconocen la realidad de las administraciones y ven delitos en lo que simplemente son errores administrativos o, ni tan siquiera error, sino formas laxas de actuar habituales en lo público pero sin ánimo de delinquir, ha provocado que actualmente la prioridad de los políticos y técnicos no es el servicio público, sino garantizarse que no se van a ver ante un juez. Algo que en ningún caso puede ser criticable porque lo mismo haríamos cada uno de nosotros si nuestro trabajo tuviese un alto riesgo de traernos una imputación sin haber querido cometer un delito. 

El cambio en el sistema público para que sea eficiente y se presten servicios públicos de calidad requiere abordar dos frentes. Implantar un mecanismo que a modo de empresa privada prime el rendimiento y la productividad y penalice la vagancia. Mecanismos de índole retributivo, porque el dinero es lo que más motiva y, también, mecanismos disciplinarios; no hay otra receta para que una administración pública produzca lo que la ciudadanía necesita y, además, paga con sus impuestos. Y el segundo frente es regular la intervención penal, que vuelva a quedar reservada para la comisión de delitos y, para ello que, salvo en los hechos delictivos claros y rotundos, en primera instancia todo sea visto por jueces de lo contencioso que son los expertos en administración pública y cuando detecten un delito lo deriven al juzgado penal. Dar tranquilidad a todos de que por un error administrativo no van a correr riesgo de sufrir una imputación y acabar condenado. El que cometa un delito que lo pague, pero quien comete un error no. Y también se acabaría con la estrategia de hacer política usando la judicialización constante de la vida pública como arma de ataque a su oponente, para conseguir derribarlo. Lo tóxico destruye y las administraciones públicas de hoy día se encuentran dominadas por la toxicidad de intromisiones sindicales, políticas y judiciales. Mientras no se solucionen estos frentes, los servicios públicos que se desarrollaron en la primera parte de la democracia, tan necesarios para el estado del bienestar, se encuentran en claro riesgo de ser fagocitados por el mismo aparato público. Y para evitarlo no hay ningún laboratorio que esté estos días trabajando en vacuna alguna.

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