Esta semana que, fundamentalmente, en nuestra tierra cada uno de sus días lleva el apellido de “Santo” nos lleva a comprender mejor esa confabulación entre la dignidad de vivir frente a una muerte, sea la que sea.
Por todo ello, un año después de que comenzara esta pandemia del coronavirus, con la esperanza ya bastante maltrecha aunque todavía no derrotada, en la pasión y muerte de Cristo somos capaces de evocar la vida plena de tantos como se han ido.
Cada uno tiene sus propios muertos en su mente, y forman una fila muy dolorosa de nazarenos de una procesión que, más que nunca, se vive por dentro.
Se han marchado muchos más de los que nos dicen las estadísticas oficiales con cifras que crecen cada día en una media de doscientas personas. Y a mi me da miedo que los olvidemos.
Tenemos que recordar a nuestros muertos (más de cien mil) en la peor tragedia de la Historia de España. Muertos que, además, tienen en común el haberse marchado solos o casi. Ya se que no hay otra forma de morir que en soledad aunque estemos rodeados de mucha gente, pero, si me apuran, yo no hablaba de los muertos en sí, sino de nosotros mismos, los vivos, los que no hemos podido despedirnos, porque el duelo no es algo para los que han fallecidos sino para los que quedamos aquí. Y esa necesidad de no haber podido acompañar al padre, a la madre, al hermano o al amigo en ese viaje definitivo, nos va a pasar factura, nos la está pasando ya. Porque se nos ha ido demasiada gente por las que no han doblado las campanas.
Y si acaso oímos esas campanas desde casa, no deberíamos preguntar por quien doblan esas campanas , porque doblan por todos nosotros. Y siguen doblando.
