Cada vez tiene uno más claro que el brillo y las lentejuelas de la fama no tienen nada que ver con la valía de una persona. De la gestión municipal que ahora se ha cerrado no quedará en el imaginario colectivo más que el desafuero mitinero de Manuel Erdozain, el runrún interminable de los enchufes y de las desigualdades laborales y la debacle de las encuestas, que han quedado como la chata de Cádiz, o sea, a la altura del betún. Lo digo porque hay una persona, concretamente una Concejal del Partido Popular, que no se ha prodigado mucho en los medios de comunicación, que no ha sido objeto de controversia ni piedra de confrontación, pero que calladamente ha llevado a cabo una labor profunda, una labor de esas que a uno lo hacen reconciliarse con la política, que es, o era antes de que lo convirtieran en algo obsceno y alcantarillero, el arte de trabajar por el bien común. Me estoy refiriendo, como sabrán quienes hayan leído el título de este artículo, a Catalina Pérez, que en su puesto de Delegada de Participación Ciudadana ha realizado una labor silenciosa, pero clamorosamente efectiva, en favor de un colectivo que tampoco sale en la prensa ni se airea en las televisiones y sus tertulias. Hablo de Alcohólicos Anónimos, una comunidad de hombres y mujeres que, derrotados por el alcohol, buscan en el cuerpo a cuerpo, en el apoyo y la solidaridad, motivos para dejar de beber.
Desde el momento que a Catalina Pérez se le hizo saber la existencia de este problema social, no por callado y anónimo más lacerante y tortuoso, mostró su disposición a poner a disposición de sus miembros todo el apoyo institucional, se involucró de manera personal y supo poner su corazón en el pecho de las personas que sufren de ese mal tan poco entendido que es el alcoholismo.
Por eso ahora que ya nada importa, ahora que la política, esa ciencia tan esquiva, ha puesto en los informativos y en la pequeña historia del pueblo a otras personas, con otras siglas y otras ideologías, uno quiere destacar en negrita el nombre de esta mujer que supo hacerse cargo del dolor callado de unos ciudadanos que no piden ni trabajo ni subvenciones, que se conforman con un pequeño local donde poder reunirse dos o tres veces por semana. Catalina Pérez supo escucharles, supo darles su sitio y, en definitiva, se puso en su lugar, que es lo que tiene que hacer no sólo un político, sino un ser humano en general.
Gente como ella, desinteresada, callada, sin las alharacas de la prensa ni los intereses electorales, es la que salva a la política, la que escribe con letra anónima y verdadera la historia de los pueblos y su gente. Por eso, ahora que vuelve a su condición de ciudadana rasa, sin cargos ni distinciones, escribo estas palabras de agradecimiento a Catalina Pérez.
Unas palabras que no son mías en exclusiva, sino que son el sentir de unos hombres y mujeres, anónimos también, que firman conmigo, que desde su anonimato firman y suscriben este papel.