Delgadita, la niña tiene dos coletas adornadas con plumas de pájaro y viste del color de una rica mermelada. Su mirada conserva intacto el registro de las nubes, los valles y las ventanas. Le encanta leer los mensajes que aletean a su alrededor y ama con pasión los libros. Está convencida de que sin ellos las casas no son perfectas.
En su hogar sólo disponen de un voluminoso diccionario que la familia cuida con esmero y han diseñado un flexible horario de lectura. Por ejemplo, a la madre le gusta leerlo durante la merienda y también en sus ratos libres, a su padre después de la cena y ella, siempre que quiera. Está creciendo, aprendiendo y necesita ampliar conocimientos.
La chiquilla maneja una considerable lista de edificios encogidos, desatendidos, abatidos a su suerte, dedicando especial atención a las viviendas que piden no ser estorbos desahuciados. Los restos de visillos, los portones desvencijados y las azoteas desconchadas, disparan su fantasía y toma nota de los estados anímicos de los muros.
No se detiene en la tristeza de los cristales y piensa en enjabonarlos ¡pues buena falta le hacen! Y luego todo muy limpito podría ser una buena vivienda. En sus hogares, piensa con su lógico sentido común, las personas salen, entran y resisten.
Una vez leyó en una pared que una casa habitada era una casa encantada y a ella le gustan tanto las historias y los cuentos. ¿Sería eso verdad? Le preguntaré a papá, pensó.
Un día el inventario se volvió demasiado largo - casi no le quedaban páginas libres - y comenzó a inquietarse por las vidas de las gentes. Corrió cuesta abajo a comprar un sacapuntas, una gomita de borrar, un lápiz, otro cuaderno y con una escritura más madura, amplió las notas inventando vidas noveladas y firmadas con una carcajada apropiada a su edad. Quizás el alcance de sus deseos resultara en apariencia diminuto pero es que ella, de mayor, quiere ser una buena persona.
La pequeña colecciona lunas, piedras blancas y cristales ilustrados y los ordena en cajitas de cartón reconvertidas en lindos recipientes. Los tesoros recogidos en sus juegos son lunares de traviesos colores, telas abombadas de vientos y escondites, serios secretos al oído de una tarde y repartos equitativos de meriendas.
También de silencios y de cristalinas y redondas pupilas.
Idea casitas, pasteles de tierra, atisba túneles donde viven familias de simpáticos e inofensivos roedores. Sube y baja escaleras, juega a mirar a través de los ojos dibujados en un ventanuco, cuelga como una mona de una soga prodigiosa colgada de ninguna parte y revuelve los armarios con la profesionalidad de una detective. Entre sus recuerdos añorados está un columpio situado frente a un abismo protegido por las antediluvianas madres y abuelas, aquellas que cuidan de que la infancia prospere ilesa.
Hay tantas cosas por descubrir y que nadie te enseña.
No pudo comprar un otro cuaderno y en la ciudad en la que se refugiaron era inimaginable conseguirlo. Su mamá la tranquilizaba pidiéndole paciencia, sacaba el diccionario y jugaban al dedo ciego. De premio un plato de besos y una cama de abrazos y si las dos conocían el sentido de la palabra, construían una historia con ella. Un buen final era una de las normas. Como no tenían dónde apuntar las partidas la criatura, feliz por las carantoñas ganadas, las anotaba en el borde de las páginas. Alguna vez simuló no saber el significado y su madre le ofrecía triple ración de bromas y risas.
Desfilaron los días, pasaron las páginas y aligeraron el equipaje sin deshacerse del libro. La pequeña, un paso junto al otro, avanzó a ciegas en compañía de sus padres.
Cantaban, contaban y se repartían las galletas de avena, sus preferidas. En las largas y peligrosas noches los tres, los cuatro decía ella, se suministraban el calor que nada ni nadie les proveía. La niña ya no preguntaba por lápices ni sacapuntas, se contentaba con conservar las libretas en su pequeña mochila escolar.
Una tarde no lograron avanzar más allá de una barrera, un muro, una valla, un trámite. Su papá se quedó al otro lado y la niña le dejó el diccionario para que no se sintiera solo. Antes depositó un besito en una página abierta al azar y rápidamente le explicó que era un nuevo juego que continuarían cuando, los tres, estuvieran juntos.
Transcurrieron semanas, meses sin tener noticias uno de las otras.
A la pequeña le regalaron tres libretas y un bonito estuche con pececitos de brillantes colores. Cuando le preguntaron qué necesitaba lo había tenido muy claro.
Cada tarde bajaban al parque. Su madre leía y charlaba con otras mamás.
Y cada atardecer, retornaban a sus dormitorios compartidos.
Una noche, ya apuntaba el alba en las humildes cortinas, tocaron levemente a la puerta. Las dos dormían en un abrazo incompleto, suavizado por la pequeñez de la cama. Al abrir la puerta, su papá, con ojeras violetas, delgadísimo, barbudo y bigotudo, más calvo, más sucio y más alto y guapo que nunca… les sonreía.
Cuando la algarabía de los pasillos encendidos y el festivo desayuno compartido fue suavizando las palabras y los gestos, el padre condujo a su hija a la azotea.
Le explicó que perdió el diccionario en el mar, que era lo único que le quedaba y que tuvo que soltarlo para ayudar, que lo sentía mucho y que le perdonara por ello.
Y lloraba el hombre con la chiquilla acurrucada en su pecho. Ella sabía que las lágrimas no eran por la pérdida de la apreciada obra y le abrazó más fuerte aún. Luego, le plantó dos sonoros besos en las mejillas y le ayudó a levantarse del suelo. Abrazada a su cintura le fue contando que no se preocupara, que ahora los habitantes del mar podrían educarse, que le habían regalado varios cuadernos y un estuche de lápices de colores.
- ¡Claro, papá, mi estuche de peces! Dibujaremos y escribiremos más cuentos y cada una de las palabras que ya sabemos y muchas otras que podemos aprender.
- Hija, cuando nos despedimos, ¿a qué palabra le diste el beso?
- A todas las que pude papá, a todas las que pude.
Nota: fragmento del texto adaptado
para los Medios de Comunicación.