"Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto cambiaron las preguntas". Mario Benedetti.
A medida que avanzan los días se percibe de manera clara que algo ha cambiado, que este virus ha venido para quedarse por tiempo en la conciencia de los ciudadanos, que ya no descartamos que las pandemias forman parte de la historia de la humanidad y que, por tanto, hay que incluirlas en el extenso abanico de males posibles, que el temor a un contagio nos hace precavidos, que se hace necesario el distanciamiento entre personas y que, por todo ello, los hábitos sociales se están reestructurando. Como en toda crisis, hay modelos de negocios que morirán porque les será imposible adaptarse a la nueva normalidad, malditas palabras, mientras que otros tomarán auge porque se moldean mejor a las necesidades que hace tan sólo tres meses eran tan impensables como el uso de mascarillas o hidroalcohol. De pronto valoramos más el consumo de alimentos de cercanía y esenciales, nos hemos dado cuenta que es más importante defender lo nuestro que la globalización en la que estábamos imbuidos. También le hemos perdido el miedo a la compra on line, es rápida y efectiva. Invertimos más en mejoras del hogar porque, confinados, sufrimos más las carencias y, en general, retenemos las ganas de desparramarnos sobre la barra de un bar; valoramos nuestra casa por ser zona segura. Descartamos espectaculares viajes por allende los mares y diseñamos unas vacaciones pensando más en disfrutar de la naturaleza aunque sea cerca. Cambiamos y, si bien es cierto que la tendencia de la cabra es tirar al monte, la sociedad parece que se adapta bien porque somos relativamente buenos educándonos: hoy resultaría impensable estancias cerradas con personas fumando cuando hace unos años era la antigua normalidad, somos conscientes de la importancia del reciclaje y separamos plásticos, vidrios... Aprendemos y cambiamos porque la inteligencia es proporcional a la capacidad de adaptación.
Los cambios impuestos por el confinamiento también han afectado al mundo laboral, que a marchas forzadas ha tenido que orientarse al teletrabajo y, por consiguiente, a la videoconferencia. Un cambio que ha llegado para quedarse porque se han visto sus ventajas. Más en un país como España que por su climatología lleva años distinguiéndose en el horario del resto de una vieja Europa donde las jornadas son intensivas por cuestiones de conciliación y porque, seamos realistas, en Noruega a las cinco de la tarde no andan por las calles ni las arañas. En España a las ocho salimos de cañas y a las diez o incluso once podemos estar aún con la cena, mientras los noruegos llevan horas de sueño. Pero es cierto que en nuestra cultura social muy centrada en lo lúdico festivo hay que cogerle el paso a los demás en cuestiones horarias y en modelos de trabajo, también en darle más valor a palabras como productividad por encima de horario e intentar, esto es más complicado, sacudirnos la pillería latina que nos hace sentir que el solo hecho de acudir al puesto de trabajo es trabajar. Sobre todo en las instituciones públicas hay un desasosiego en este sentido bien conocido por todos y es ahí, justamente, donde el teletrabajo ha entrado con más fuerza, donde la videoconferencia se ha convertido en la herramienta necesaria, donde la falta de regulación en todos los sentidos también representa el escudo perfecto para tele-no-hacer-nada mientras se sigue cobrando a costa de erario público.
Las dos primeras semanas del confinamiento circuló como un mantra que el estado de alarma había prohibido todos los trabajos que no fuesen los esenciales que el real decreto citaba. No era cierto, salvo las actividades expresamente prohibidas por implicar afluencia de público y no considerarse básicas, el resto no se prohibió y en las administraciones públicas nada impedía que siguieran trabajando con la implantación del teletrabajo, las reuniones por videoconferencia y la reducción a turnos del trabajo presencial. Cuesta mucho hacer ver a trabajadores y sindicatos que el confinamiento en ningún caso son vacaciones extras pagadas. Aún así, la falta de regulación y de control incentivó al poco dado al trabajo a trabajar aún menos, casi nada, distendido en su casa y enganchado a series o a hacer cientos de bizcochos. Se han dado casos ante la implantación de un sistema de control de teletrabajo en el que los jefes debían reportar diariamente lo realizado por sus empleados y sin el menor pudor han descrito cosas al estilo de "estar pendiente de si recibo algún correo y hoy no he recibido ninguno" o "controlar los ingresos de taquilla" cuando la instalación en cuestión estaba cerrada. Por contra, el siempre dado a trabajar ha pasado a no tener jornada laboral, teletrabajando a todas horas del día porque, confinado, parece que no hay límites laborales. Y eso tampoco es. Tras la experiencia, hay unas primeras conclusiones, sobre todo en el sector público, que servirán para pulir los nuevos modos laborales: se hace imprescindible una regulación para establecer los medios de control, los empleados con tendencia a la vagancia se han retratado con mayor claridad y esto lleva a que tanto la empresa privada como la administración pública pueden funcionar con menos gente, en algunos casos con mucha menos gente, de la que hay en plantilla; existen muchas tareas innecesarias cuya eliminación o simplificación se puede llevar a cabo sin ningún tipo de problema y, desde luego, es imprescindible establecer retribuciones por objetivos, primar la productividad y el rendimiento, diferenciar los derechos del que rinde sobre los del que trabaja a la mínima expresión, en definitiva, motivar la cultura del trabajo y del esfuerzo. Con esto podremos ir hacia un modelo en el que se pueda conciliar la vida personal con la laboral sin detrimento de la producción. Esa es la clave. Y, por otra parte, se conseguirá una reducción de costes como el de la energía eléctrica, limpieza y mantenimiento de instalaciones, incluso la posibilidad de reducir instalaciones. Es el futuro laboral al que el Covid-19 nos ha lanzado en un principio de forma irremediable, pero ahora toca su racionalización y sacar provecho de ello. Obviamente, los sindicatos no estarán nada de acuerdo porque un sistema con mediciones productivas va en contra del, en muchos casos, desparrame orgásmico sindical.
Las videoconferencias también se han metido en nuestros hogares, no sólo como única forma de ver las caras a nuestros familiares o amigos, pudiendo, gracias a ellas, celebrar cumpleaños con soplado de velas inclusive. En el ámbito laboral, nos tuvimos que acostumbrar de un día para otro a las conexiones, a los: "¿me escucháis?", "no se te ve", "activa el micro, dale a compartir cámara", "¿donde se le da?"; "te entre cortas", "se te ha congelado la imagen, sal y entra de nuevo", "esperad que debe ser mi wifi...". Hemos tenido reuniones en nuestro sofá, terraza, cocina e incluso cuarto de baño y por supuesto ha habido gente que incluso desde la cama para sonrisa del resto de vídeo asistentes, hasta gente en pijama y zapatillas de andar por casa. Hemos podido cuidar a nuestros mayores o hijos mientras al lado debatíamos en reuniones. O estar pendiente del potaje a la vez que de la reunión. Todo ello sin contar con las apariciones en la imagen de hijos, pareja, suegra o perro. O los fondos de sonido de tv, discusiones, comentarios inapropiados o maullidos del gato. O la viral imagen de la concejala asistiendo a un pleno en una tumbona en la playa, con la posterior justificación de que estaba en horas de conciliación familiar. Y qué decir de la furtiva aparición de la amante en top less. Todo esto, hace tres meses sólo lo hubiéramos visto en series de humor en Netflix. Hemos conocido una forma de evitar desplazamientos y viajes de trabajo con el ahorro de tiempo y coste que supone y, por ello, valoramos las ventajas, los inconvenientes, a los que producen sin necesidad presencial y a los que se esconden.
Estamos ante el inicio de una nueva normalidad y lo que era anormal ha dejado de serlo. Es la nueva anormalidad. La historia demuestra que los hábitos sociales siempre han cambiado como consecuencia de guerras o grandes catástrofes y buena parte de los nuestros, los que se instalaron tras la llegada de la democracia, han sucumbido ante la expansión de este virus global y ya forman parte de una época pasada.