El suizo Stan Wawrinka conquistó hoy su primer Roland Garros, su segundo Grand Slam, contra todo pronóstico, ante el serbio Novak Djokovic que deberá esperar para completar el pleno de los cuatro grandes que le abran las puertas del Olimpo.
El helvético venció en una batalla que, sobre el papel, era desigual en su contra, pero que a base de potencia, asentado en su fuerte derecha y su inigualable revés a una mano, consiguió poner de cara para acabar ganando 4-6, 6-4, 6-3 y 6-4 en 3 horas y 12 minutos.
Es la tercera vez que Djokovic fracasa en la final del Grand Slam de tierra batida, pero por vez primera lo hace con un tenista diferente del español Rafael Nadal.
Quizá por eso lloró en el podium al recibir el premio de subcampeón, mientras el público le aplaudía y él, visiblemente afectado, prometía volver al asalto de la copa que se le resiste.
El serbio puso tanto empeño en vencer al mallorquín -algo que logró este año, a la séptima, en cuartos de final- que olvidó que en el camino hacia la Copa de los Mosqueteros había otros obstáculos. Y Wawrinka fue hoy uno de talla.
Djokovic se convirtió en el segundo tenista en vencer a Nadal en la tierra batida de París, pero como sucediera con el primero, el sueco Robin Soderling en 2009, al final no alzó el trofeo, que en ambos casos fue a parar a manos de un suizo, Roger Federer en el primero, Wawrinka en el segundo.
El serbio quería ingresar en el club de los 8 tenistas que han logrado los cuatro, el británico Fred Perry, los estadounidenses Donald Budge y André Agassi, los australianos Rod Laver y Roy Emerson, Federer y Nadal.
Pero fracasó en el último escalón. Djokovic ya no optará a sumar los cuatro grandes en un mismo año. Ni a encadenar las victorias en el Abierto de Australia y París, algo que nadie hace desde que en 1992 lo consiguiera el estadounidense Jim Courier.
Además, rompió una racha de 28 triunfos consecutivos, acabando con su condición de invicto este año sobre la tierra batida y sumando su tercera derrota del curso.
Datos que muestran el reto que logró Wawrinka, que se convirtió en el segundo suizo en levantar la Copa de los Mosqueteros, tras Federer que lo hizo en 2009, lo que habla de la gloria que estos dos hombres están dando al tenis de su país, al que el año pasado llevaron a conquistar su primera Copa Davis.
Wawrinka recibió el trofeo de manos del brasileño Gustavo Kuerten y, fiel a su estilo de hombre frío, apenas expresó emociones, aunque reconoció que acababa de completar el partido de su vida.
La suya fue una lección de abnegación, porque no se fue del partido cuando el serbio le venció en la primera manga. Siguió apostando por sus armas, tratando de dominar el punto ante el rival más dominador, el que más había impresionado hasta el momento.
Sus constantes ataques al servicio del número uno del mundo acabaron por tener resultado a la sexta y se tradujeron el empate a un set, un refuerzo de confianza del lado del suizo que comenzó a ver griegas en su contrincante.
Algo que confirmó en el siguiente, cuando a Djokovic le fallaban los primeros servicios y el suizo pudo dominar el juego. La batalla era ahora táctica, dos generales moviendo peones en un tablero, pero también mental, dos voluntades cara a cara.
Wawrinka rompió en el sexto y se colocó 2-1 arriba y el partido ya no conocía de precedentes (17 a 3 para el serbio hasta hoy) ni de estadísticas. Solo eran detalles y quien mejor dominara los nervios estaba en situación de ganarlo.
Fue el helvético, que no se vino abajo cuando Djokovic le arrebato el saque en el segundo juego del 4 set. Ni cuando se le escaparon dos bolas de rotura en el séptimo. Ni cuando al siguiente su rival dispuso de tres.
Wawrinka mantuvo su juego, muy por encima de lo que venía mostrando, y acabó por desquiciar a Djokovic, al que el virus de la duda le fue minando su tenis.
El suizo rompió en el noveno y sacó para ganar. Y ganó.