La evolución tecnológica ha contribuido de manera decisiva a la globalización y ésta a una serie de cambios sociales mediante los cuales el comportamiento entre personas, entre sexos, ya nunca será el mismo. Aunque merece un capítulo aparte, es como la coletilla de "machismo" que se coloca ante casi cualquier cosa y lo vemos en situaciones de mujeres que lo usan como los clínex, para todo; de hecho ha muerto el piropo y los hombres hoy casi ni se atreven a detener ojillos en un escote por miedo a terminar en comisaría. Pero la revolución tecnológica que esta semana me mueve es otra, tan actual que provoca que este gobierno de goma espuma se deforme, otra vez, y lo haga por una conversación mantenida hace nueve años por la actual ministra de Justicia con el ex comisario Villarejo, que montó un complot de grabaciones telefónicas para usarlas después en beneficio propio.
Conversaciones. Diversas aplicaciones facilitan el acceso para grabar conversaciones y, llegado el caso, usarlas por cualquiera de las vías tipo redes sociales que en minutos hunden la imagen de cualquiera. La pregunta es: ¿quién jamás ha tenido una conversación inapropiada, un desliz dialéctico o sencillamente un desfase mental momentáneo? ¿Quién puede asegurar que toda su vida gramatical y ética es impoluta? ¿Acaso somos los españoles tan perfectos que jamás llamamos maricón o puta a nadie, bordeamos un momento racista o conducimos tras dos cervezas? Claro que no hay que hacer nada de todo eso, pero sobre todo nos escandalizamos cuando lo hacen otros y, raudos, nos apuntamos al linchamiento -esto de linchar todos a una nos sobre excita-.
A día de hoy, se puede decir que hay profesionales de la grabación. Personas que lo graban todo, como Villarejo, que incluso llegó a usar una red de señoritas de compañía para atontar a la victima vía escote y lograr de él que cantara por bulerías para, obviamente, grabarle, de hecho es una de las cosas que parece ser contó a la ministra para, al tiempo, grabarla también y comprometerla nueve años después. ¿Quién duda que salir esto a la luz ahora no forma parte del acoso y derribo al gobierno? ¿Cuántas personas de la vida pública hay hoy repasando conversaciones o situaciones comprometidas donde pudieron ser grabadas y están, consecuentemente, con apretón intestinal...?
Hay, insisto, profesionales de la grabación y los o las hay no solo en las alturas de los ministerios, si no en las bajuras de ayuntamientos medios o pequeños donde todos se graban entre sí, constantemente, en una deriva que degenera a veces en conversaciones ridículas porque como además muchos, o todos, saben que están siendo grabados, pues a ver quién desliza una inconveniencia o se compromete a algo más allá de lo mínimo. Y, del mismo modo, tenemos los sms y los generalizados whassap, en los que nos pueden sacar conversaciones, frases o comentarios que plasmados en pantallazos o en chat archivados pueden hundirte en lo personal y, mucho ojo, si eres político.
Como el método es validado por la sociedad y la justicia, la tecnología lo ha convertido en algo tan usual como consultar el tiempo vía aplicación, ante lo cual cualquier ciudadano puede llegar a una ventanilla de administración pública y grabar al funcionario, al cajero de un banco o a cualquier dependiente de unos grandes almacenes para luego hacerlo público en su facebook. Un día de calentón laboral, puede escapársete un insulto sobre tu jefe, aunque lo estimes y respetes, y la frase insultante llegar al mismo. Un tonteo con persona de otro género, sin más intención que la de unos minutos de simple coqueteo, puede traerte problemas conyugales. Un horror ante el que muchos ya están en guardia y, obviamente, desvirtúan la naturalidad para que se instale una ficticia cordialidad. Es como un mundo robot, sin pulso, sin latido.
Los avances tecnológicos es lo que tienen, nos apuntamos a ellos de forma voraz por las ventajas que encontramos, pero nos están dejando indefensos, desnudos y controlados en todo y por demasiada gente.
Indefensos. Es como estamos los ciudadanos ante el mal uso de las app de los smartphone y también de las redes y lo estamos sobre todo porque la Ley tarda en adaptarse a los cambios sociales y, encima, la justicia es lenta. Un juez puede determinar cuando sospecha de delito que la UDECO o la UDEF o la policía judicial pinchen un teléfono sin que participen en la conversación y lo grabado puede tener validez ante un jurado, sin profundizar en el hecho de hasta qué punto se puede aceptar la obtención de pruebas mediante un método tramposo -lo es también un radar oculto entre ramas en pendiente sin ningún aviso. Sabes que no puedes circular a una velocidad no permitida, pero es justo detectar la imprudencia con un método legal-. Pero, en este caso, no cometiendo delito no ha de preocuparnos que un policía grabe lo que quiera, que haga su trabajo. Lo que no tiene sentido es que legalmente se le dé validez pública, incluso jurídica, a una conversación grabada cuando la hace pública o la aporta como prueba uno de los interlocutores de la conversación. ¿Y el otro, o los otros, que no sabían que estaban siendo grabados? ¿Es justo ser grabado y que se use una conversación privada sin consentimiento y que gracias a la tecnología y las redes sociales te hundan la vida en minutos? Más aún cuando el interlocutor que graba, sin advertir al resto, juega con ventaja porque te puede inducir o llevar a que digas las cosas que a él, o ella, le interesa que digas, mientras que él, o ella, se cuidan mucho de lo que dicen o escriben. ¿Es sensato que la Ley no proteja la intimidad de todas las personas para que se expresen con plena libertad cuando lo hacen amparados en la privacidad? Porque si la Ley fuese enérgica y contundente contra quien hace pública una conversación privada sin el consentimiento de los interlocutores, nadie lo haría, pero la Ley es permisiva y aún no ha afrontado el uso espúreo de las redes, ni el de las múltiples aplicaciones del móvil que invaden nuestra intimidad.
Muchos juristas mantienen que es difícil poner la línea roja del derecho a la libertad de expresión, pero no se trata de esto, sino de respetar la privacidad y trazar una línea roja en todo aquello que no tiene el consentimiento de uno para su difusión o en todo aquello que se orienta a destrozar la imagen y dignidad de las personas, sin prueba alguna, más que un comentario, una frase, un corte de una conversación grabada o un pantallazo de parte de un dialogo.
Doble moral. Algo muy habitual en nuestra sociedad, nunca nos exigimos lo que a los demás, nunca autoanalizamos nuestros actos y, además, todos tenemos toga y birrete de fondo de armario y la maza que sacamos usándola con dureza en cuanto se descubre la debilidad o el error de alguien. Analizando los hechos y abstrayéndonos de aquellos extremos que, como no nos toca, no son importantes, sin pensar que hoy es una ministra, el otro día un periodista, antes Rajoy -"Luís, lo entiendo, sé fuerte, mañana te llamo...”- y mañana puedes ser tú mismo, a nivel más cotidiano pero no por ello menos importante, todos hablan de lo que dijo, de cuándo lo dijo, de a quién se refería, pero casi nadie de quién la grabó, por qué, la razón por la cual se hace pública ahora y la legalidad del hecho en sí.
La ministra, hace nueve años cometió varios errores, entre ellos el confiar en el comisario Villarejo que, claro, si le contaba que grababa a media España, ¿por qué no la iba a hacer con ella?. Por su parte, error ministerial. Otro, más grave aún, el no poner en conocimiento de la justicia lo que este sujeto estaba haciendo.
Pero hagamos una revisión retrospectiva de nuestro pasado: ¿nunca hemos tenido conocimiento de actuación no muy legal de alguien y, por no meternos en follones o por lo que le estimamos, o porque nos une algún tipo de relación o porque hay actos ilegales aceptados socialmente, ni nos hemos planteado por un segundo denunciarlo? Lo cual no justifica ni la incorrección de nuestra permisividad, ni la de la ministra, pero sí sería suficiente para que analizásemos los errores de otros de manera más objetiva y ecuánime y, desde luego, no obviar las circunstancias, el contexto y la falta de ética de quien le grabó, en el caso de la ministra. Porque estamos a punto de aceptar socialmente que graben a otros, que les hundan por un error, que las redes se llenen de comentarios contra alguien sin tan siquiera conocer a quien están linchando, mientras que no se refieran a nosotros y si no ponemos coto y si el legislador y los jueces no lo controlan, la podredumbre de tantos desaprensivos se alimenta a la misma velocidad que un meme o un twette vuela.
Al margen, claro está, de las ganas enormes que a uno le queda de embolsar toda la tecnología, cuentas en redes sociales, cuentas de emails y dispositivos diversos, móvil al frente, y arrojarlos atados a una piedra a la oscura profundidad del mar para después desaparecer en un plácido anonimato global; tal vez incluso para perderse en un pueblito de doscientos habitantes, no más, donde, sin cobertura alguna, profundizar en el cultivo del apio y del tomate.