Este verano he trabajado con mi amigo Tarek sobre las sorprendentes islas de la Numidia Occidental. Él es profesor de la Universidad de Annaba, la antigua ciudad de Hipona de donde procedía el filósofo Agustín, el Doctor de la Gracia y considerado santo en diversas religiones. Annaba es también el nombre que en aquellas tierras se le da al azofaifo, también conocido ya desde la Odisea como el árbol de los lotófagos. Los habitantes de la Isla de Lotófagi, posiblemente una de las que ahora estudiamos, se alimentaban solo de los frutos de este árbol y con ellos agasajaron al intrépido viajero. Aquellos manjares vegetales produjeron además de somnolencia, una grata sensación que les hacía olvidarse de su vida anterior e incluso de su deseo de regresar a Ithaca. Era lo que llamaba García Márquez como la peste del olvido que sufrían los habitantes de Macondo.
Los azofaifos han sido árboles tradicionalmente plantados en las cercanías de los caserones. La cosecha anual de sus frutos garantizaba las propiedades nutritivas necesarias para el resto del año. Me cuentan que este año los azofaifos no han cuajado lo suficiente y lo compruebo en ese tan extraordinario que crece en el huerto del Campus de Teatinos. No soy capaz de descifrar la razón de la escasez de frutos, pero es posible que en ese sentir superior de los árboles lo que no desee es que olvidemos la historia más reciente y aún menos el deseo de regresar a nuestra Ithaca anterior.
Constatino Cavafis en su Regreso a Ithaca nos recordaba que en el viaje de la vida no debes tener miedo a los seres más inmundos, seres tales jamás hallarás en tu camino si tu pensar es elevado, si selecta es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo. Un canto a vivir sin miedo pero no siendo temerarios, elevando la prudencia que dicta la mente y la templanza que debe regir los momentos difíciles. Esa es la fórmula de los grandes avances de la humanidad tras catástrofes como la que vivimos. Entonces nuestros azofaifos se cuajarán de frutos de templanza y prudencia.