Dentro del mundo normativo las ramas como la penal o como las normas disciplinarias, que tienen que ver con la conducta humana, con hechos, pruebas, testigos, de ningún modo puede ser de aplicación automática. Las Leyes dictan normas de conductas, derechos, obligaciones, prohibiciones, tipifican delitos y establecen penas, agravantes y eximentes, todo un conjunto de disposiciones cuya aplicación está en manos de seres humanos, con sus distintos conocimientos, caracteres, personalidades, experiencias, psicología, ideologías, fibias, fobias, sensaciones, vibraciones…
En un proceso penal, la buena línea de defensa se presenta fundamental, el abogado tiene en sus manos poder hacer llegar al juez y al fiscal el conocimiento claro de los hechos, probar la inocencia de su cliente o conseguir reducir la condena; al fiscal le compete acusar en sus justos términos o plantear la inocencia, mientras que los jueces tienen la inmensa responsabilidad de concluir con una instrucción correcta y emitir una sentencia justa. Por su parte, las declaraciones del acusado, su actitud, personalidad y capacidad de trasladar su inocencia resultan fundamentales para que el desenlace sea uno u otro. Finalmente, los testigos pueden ayudar o perjudicar al acusado, los nervios, el respeto e incluso temor que provoca estar ante un juez, la simpatía o antipatía respecto al procesado, todo ello detalles que son determinantes. Y todos, abogado, fiscal, juez, acusado y testigos son humanos. Por mucho que impere la honestidad y objetividad, son humanos. De ahí que cuando hablas con letrados te dicen qué suerte que tal asunto ha caído con tal juez o tal fiscal o qué mala suerte que ha tocado tal otro, lo cual, bien pensado, es para ponerte los pelos como escarpias: ¿suerte? Y lo mismo ocurre con ellos, hay abogados que se entregan con intensidad a la defensa y otros que su interés es mínimo, hay quien tienen grandes conocimientos y dotes de convicción y los hay muy mediocres. Hay de todo.
Las dos actividades más antiguas de la historia de la humanidad son la Medicina y el Derecho. De la primera depende nuestra vida, de la segunda que se haga justicia. Uno de los juicios más antiguos y conocidos al relatarlo el Antiguo Testamento en su Libro I de los Reyes y La Midrash hebrea es el del Rey Salomón, que aplicó la psicología para descubrir a la falsa madre. Pero, ¿qué hubiera pasado si la mentirosa se hubiera dado cuenta de la estrategia del Rey y también hubiera dicho que no partiesen en dos al niño?; el resultado del juicio hubiera sido muy distinto, su sentencia también, las consecuencias por tanto otras. El trabajo de jueces y magistrados es poco deseable, mucha responsabilidad, noches sin dormir por las dudas ante la emisión de un fallo y aún mucho más ante la de haber sido justo o no. Un trabajo que con tan alta responsabilidad no está pagado y, en concreto, lo que cobran es muy poco en comparación con otras profesiones de evidente menor responsabilidad.
Juicios politizados. Los especialistas de lo jurídico son unánimes al comentar que no es lo mismo un juicio mediático, ni uno politizado, que uno anónimo. Se entiende, porque en cualquier profesión la presión dificulta el cometido y pone en riesgo la objetividad. Difícil imaginar a esos magistrados del juicio de la manada, o del Gürtel, o del procés, con lo complicado que ha de ser abstraerse de la presión mediática y política, de los cientos de juicios paralelos en boca, pluma o teclado de periodistas y políticos que analizan los hechos sin conocerlos bien o incluso directamente sin conocerlos. Juicios donde se empuja a la opinión pública a que interioricen condenas mucho antes de haber sentencia y que de ser el fallo distinto al deseado por la sociedad queda en cuestión la profesionalidad del juez o del tribunal. Somos humanos y los magistrados también.
Del mismo modo que los errores judiciales se dan, como los errores médicos o los de un piloto de aviación. Lo que ocurre es que aunque el corporativismo protege al médico y al piloto, ante un error claro asumen su responsabilidad. Pero en el ámbito judicial, un error es difícilmente asumible por quien ha errado porque las sentencias se presumen incuestionables, salvo por la vía de recursos, pero estos no permiten procesalmente abordar todos los extremos del fallo judicial, por lo que el error puede mantenerse en las sucesivas instancias ante la impotencia de la persona víctima del mismo. Simplemente una errónea imputación daña la vida e incluso la salud física o psíquica del que la sufre durante el largo proceso hasta conseguir sentencia absolutoria, pero si el error implica una sentencia injusta, ¿cómo se palia?, ¿cómo se exigen responsabilidades? Un error médico puede matar, uno judicial puede destrozarte la vida para siempre. Llama la atención, y mucho, que no se conozcan errores judiciales, que no salte ni un solo caso de prevaricación en el ámbito judicial teniendo en cuenta los miles de juicios que se producen a diario en salas atestadas, con pocos medios humanos y económicos... ¿Ni uno?
La judicialización de lo público. Hasta hace unos años existía el principio jurisprudencial llamado Intervención mínima del derecho penal en lo público que significaba que en las irregularidades de las administraciones públicas, salvo que fuera muy patente el ánimo de delinquir, todo se sustanciaba por la vía contenciosa/administrativa. Ocurre que llegaron los casos de corrupción política, sacados a flote coincidiendo con la crisis económica, lo que reveló a nuestra sociedad que, ávida de hacer justicia con los corruptos, situaba ante el paredón a todo servidor público -político o funcionario- que aparentemente hubiera tenido relación con el caso, aunque aún no hubiera habido juicio, ni sentencia; todos culpables de corrupción. El poder judicial, dando respuesta a la sed de justicia contra la corrupción, abandonó el principio de intervención mínima de lo penal. En muchos casos se generalizaron las imputaciones y se magnificaron muchos hechos que administrativamente no habían sido correctos, pero que en sus autores ni había reportado beneficio, ni habían tenido voluntad de delinquir, porque lo público tampoco está exento de errores. Ante esto, si se analizan los casos, los de verdadera corrupción, los de personajes enriquecidos, no en todos los supuestos han tenido una condena proporcional a otros en los que no hubo ánimo de enriquecerse, sino desconocimiento o irregularidad del procedimiento administrativo. El tratamiento no es igual en muchos casos. No es inusual que ante hechos similares e incluso defensas similares, el fallo sea distinto. Fue llamativo la distinta forma de tratar la línea de defensa común que tuvieron las tres personas que ostentaron la alcaldía de Jerez y que se vieron inmersas en procesos penales: Pacheco, Sánchez y Pelayo. Los abogados de los tres esgrimieron al igual que un alcalde de un municipio como Jerez no puede analizar todos los documentos que firma. El Supremo dijo que Pacheco era licenciado en Derecho y que tenía que ver y conocer todo lo que suscribía. Respecto a Pilar Sánchez, idéntico fue el razonamiento, tenía estudios universitarios y debía preocuparse de ver lo que firmaba. Pero en cuanto a Pelayo con el Gürtel, el razonamiento del Supremo fue diametralmente opuesto: pese a que tenía la carrera de Derecho, era lógico pensar que una alcaldía de un municipio de más de 200.000 habitantes firma muchos documentos y no podía la alcaldesa ver previamente lo que firmaba.
O el reciente tercer grado del hijo de Pujol tras sólo dos meses de cárcel y, en cambio, Pacheco tuvo que estar en prisión tres años y medio para conseguir disfrutarlo. Pujol admitió haber recibido comisiones ilegales para favorecer a empresarios y amigos suyos del sector de la inspección técnica de vehículos (ITV); Pacheco no se benefició económicamente por las dos contrataciones que le llevaron a prisión. Tampoco podemos olvidar el caso Gürtel, que habiendo condenado el Supremo al PP por tener institucionalizada una trama para financiar ilegalmente al partido, la pieza separada del Gürtel de Jerez de la época en la que el Ayuntamiento era gobernado por este partido es la única en la que no hay imputado ni un solo político del PP, sólo técnicos municipales, lo que resulta infumable y poco creíble. También tenemos el caso de Eva Corrales, ex alcaldesa de Rota (PP), que se encontró una situación que databa de antiguo y sin tener como fin su propio lucro, continuó aprobando "lo que siempre se hacía así" para terminar sufriendo la tortura del largo proceso judicial y acabar en la cárcel, que es donde está ahora.
Esta judicialización de la vida pública, estas imputaciones de políticos y técnicos en administraciones, en algunos casos por irregularidades administrativas, ha provocado un semillero para la utilización de las amenazas de denuncias con el fin de presionar en la obtención de algún interés o de crear estado de pánico en los servidores públicos e, incluso, paralizar la gestión, inmersa entre informes jurídicos, informes del informe del informe por el temor de que un simple error administrativo termine en imputación del firmante. El poder judicial, al que debemos respeto y acatamiento, debería reflexionar de manera serena pero firme sobre la situación de la justicia en España, también por el tremendo daño que se infiere a tantos políticos y funcionarios que puede que cometieran errores pero que nunca fueron delincuentes y que atónitos ven como la justicia, a veces, usa un código subjetivo distinto cuando el apellido del procesado pesa ante el tribunal que le juzga. Un tribunal humano, con su psicología, fibias, fobias...