"Cuando parece que ya no puedes más, llega el postre y te lo comes". F. Nietzsche.
El catálogo de primavera-verano de este año nos trae claras tendencias a gobiernos en minoría, acuerdos puntuales para lograr las investiduras y posteriores de gobernabilidad según proceda; algunos liberados, o medias liberaciones, asesores múltiples, portavoces, incluso vice-portavoces, salvo en los contados casos donde la mayoría absoluta no deje margen para negociar nada. Temporadas atrás las tendencias eran claras a la hora de agruparse en torno a una mayoría absoluta ciertamente relajante a la hora de los plenos, a la vez relación tensa en el diario debatir con un socio, o varios, que siempre termina dando la lata y con el que al final la relación rompe en divorcio por aquello de sacudirse de pactos antes de pedir otra vez el voto. Como el verde mint, el bonito coral que tanto hace resaltar el moreno en verano o los minivestidos ochenteros, esta temporada se lleva gobernar en minoría: distinto será cuando se necesite la mayoría del pleno y el que te la pueda dar te esté esperando con el corazón -dedo- en soledad señalando el techo. Cuando el ciudadano vota y el recuento termina se abre la veda de un negocio no escrito, oculto, de teléfonos y despachos bajo una tenue luz en sombra donde el votante apenas cuenta porque de lo que se trata es de pactar, en líneas generales, el negocio de la política, ese mismo que nutre a todos los que a bien tienen de participar en ella. Y nadie olvide lo más cierto: de esto se come.
Un Gran Hermano Consistorio con políticos pactando sería el verdadero show televisivo del año, su share superaría la final de la copa del mundo de fútbol. Ante la pantalla, el asombro de los televidentes porque cuando los ciudadanos de a pie alejados de políticos y política se sientan delante del telediario o se duchan mientras oyen la radio matinal y escuchan los vaivenes de los intentos de pactos entre los distintos partidos, bien sea para conformar gobiernos municipales, autonómicos o central o para conseguir los apoyos necesarios para la investidura de las distintas alcaldías o presidencias, pueden incluso llegar a creer que el objeto principal de esas negociaciones son los puntos de los programas electorales presentados por cada formación, en qué asunto están de acuerdo, en cuál no o cuáles serán los prioritarios a ejecutar y cuáles secundarios... En definitiva, una negociación para consensuar cómo van a mejorar nuestras vidas, la de la ciudadanía que gracias a su voto permite este carrusel de pactos. Craso error.
En ese Gran Hermano Consistorio veríamos cómo quienes son sabedores de la necesidad de su apoyo al partido que pretende gobernar lo que pide o, mejor dicho, exige como contraprestación son cosas muy mundanas como, por ejemplo, conseguir más asesores, subidas de retribuciones a estos y a ellos mismos -lo que viene siendo reparto de trabajo retribuido- y cotas de poder que les permitan situarse en posiciones superiores a las que le han puesto los votantes y, además, arrinconar en lo posible al enemigo. Eso sí, en secreto. Que nadie se entere, incluso exigiéndolo en meses de negociación para luego públicamente votarlo en contra porque ya sabemos que estamos ante la sociedad de la imagen y la comunicación. Y pasa que el partido que pretende gobernar, vencedor de los comicios, es rehén de su necesidad de apoyo y termina por ceder donde no quisiera. Más aún, porque en las dos temporadas electorales anteriores estaba muy mal visto el asunto de sueldo y el de asesores y en los términos pactados se incluía la exigencia de que los que iban a gobernar bajasen sus sueldos hasta cifras ridículas e injustas y también redujesen el número de asesores. Tras estos ocho años, los políticos han escarmentado de su propia estupidez y ahora tienen claro que el debate de los sueldos y asesores es mejor aparcarlo porque mientras no hay opciones de poder resulta fácil apretar el grifo a los que sí las tienen, pero ahora cualquier partido, por muy poco representativo que sea, puede tocar poder mediante pactos y es mucho más fácil pedir austeridad a los demás que aplicársela a uno mismo. El chalet de Pablo Iglesias es un claro ejemplo.
La evolución del mapa político español es digna de estudio. Décadas en las que los gobiernos de todos los niveles se repartían las mayorías absolutas en un abrumador bipartidismo de manera que el mismo día de las elecciones quien las ganaba era sin duda quien iba a gobernar y quienes las perdía solo tenía que dedicarse a oponerse y criticar todo por sistema. No había necesidad de pacto, uno ejercía el rodillo y otro lo criticaba. El pueblo se cansó de este sistema y decidió repartir su voto entre los partidos nacientes anti sistema y llegó el cambio. Pactos de todo tipo para conseguir lo que se veía como una inexcusable necesidad de obtener una mayoría absoluta para poder gobernar que dieron como resultado gobiernos ostentados por el segundo o, incluso, el tercer partido más votado, quedándose en la oposición el ganador de las elecciones. Gobiernos de coalición insospechada, socios de gobierno con programas políticos antagónicos, gobiernos con apoyos puntuales en aquellos acuerdos de obligada mayoría. Todo un gazpacho político. Tras esta experiencia, la conclusión ha sido clara: se puede gobernar en minoría, sobre todo en los municipios denominados de Gran Población donde el pleno pinta poco y la gestión fundamental no necesita apoyos.
Se puede gobernar en minoría, está claro, pero se necesita conseguir la investidura y el voto de una mayoría en algunos asuntos, como el pleno llamado de Organización, donde realmente lo que se organiza es la asignación económica a los políticos que los pactos decidan y el reparto de asesores entre los distintos grupos, además de las retribuciones de cada gobierno. Retribuciones que pierden relevancia si se plantean subidas como la del 60 por ciento en Sevilla, porque si el gobierno se la sube, el o los pactantes podrán conseguir también buena tajada y de eso se trata. Además, los partidos con pequeña representación saben que su apoyo en estos asuntos de mayoría obligada resulta vital y darlo les da la única oportunidad de tocar poder, por tanto se venden caro sin que este precio impida que este sábado día 15, cuando se constituyen los cabildos, raro sea el lugar donde no habemus pacto porque el poder tiene un precio, siempre, la cuestión es negociarlo hasta el final, evitar que el tren parta quedándose uno en el andén y hacerlo dentro de una estética pública que a cada cual permita conservar la fidelidad de aquellos que le votaron. El precio que tiene el poder o el poder a cualquier precio, esa es la cuestión.