Hasta este pasado miércoles, el triste crespón del recuerdo por la segunda tragedia ferroviaria más grave de España pesaba sobre nuestra provincia -el accidente tuvo lugar en suelo sevillano, pero la mayoría de pasajeros procedían de Cádiz, San Fernando y Jerez-. Galicia le ha tomado el relevo con apenas cinco días de diferencia con respecto al fatídico aniversario. Todo comenzó en la antigua estación de Cádiz un viernes 21 de julio de 1972. Pasadas las 6 horas. Un tren ferrobús en las vías con destino a Sevilla. Pocas personas en la estación a esas horas de la mañana. Apenas treinta o cuarenta viajeros suben a los cuatro coches de que dispone el tren, lo que se considera normal en la primera estación.
Mismo día y a la misma hora. Estación de San Fernando. La quietud de los andenes de Cádiz contrasta con el júbilo que se vive en la localidad vecina, una situación repetida cada semana, los viernes y algunas veces los sábados a primeras horas.
Decenas de infantes de marina, principalmente, y algunos marineros, con los petates blancos y la alegría en los rostros a pesar del madrugón. Habían pasado revista en los cuarteles de la Población Militar de San Carlos y se iban de permiso. Bromas, canciones, conversaciones que contagian a sus propios compañeros y a los civiles que están en la estación, muchos asiduos viajeros que ya conocen la escena de haberla vivido muchas veces.
El tren casi vacío sale de Cádiz y llega a La Isla en escasos minutos, apenas un cuarto de hora en los trenes de aquellos tiempos. Para en el andén principal y la tranquilidad en el interior se convierte en algarabía, la misma que minutos antes había en la estación isleña y que ahora se arremolinaba buscando sitio para que los compañeros y amigos fueran juntos y seguir con las batallitas de la mili.
Debían ser pasadas las seis y media de la mañana -haciendo una extrapolación de lo que tardaban antes los trenes, algo más de lo que tardan hoy- cuando el tren comenzó a dejar atrás la valla del Tercio de Armada, las casas de la barriada Bazán, el Puente de Hierro, travesando marismas.
En Puerto Real subieron media docena de viajeros que se encontraron con un tren inusitadamente lleno. Lo mismo en El Puerto de Santa María y de allí a Jerez, donde una veintena de pasajeros buscaron sitio en algunos de los vagones.
En total, unas 200 pasajeros en ese tren de la alegría para muchos, del calvario para los que viajaban a la fuerza y hubieran dado un mundo por echar una cabezada que, obviamente, no pudieron echar. Y así salió el convoy hacia su destino, con viajeros de muchos lugares distintos por eso de que en la mili caben todos, cabían a la fuerza y a cada uno llamaban por el nombre de su ciudad, más que por el suyo.
Siete y media de la mañana. Lebrija. Estación de Renfe a las afueras de la ciudad (es ciudad por una equivocación del rey Alfonso XIII, y como los reyes no se equivocan...) El expreso Madrid-Cádiz acaba de salir con destino a su próxima estación, Jerez de la Frontera. En su interior viajan unas 500 personas, cansadas de un largo viaje que entonces duraba toda una noche.
El Expreso llevaba catorce unidades, incluida la de Correos y el coche-cama que seguía a una potente locomotora Diesel. El ferrobús que había salido pasadas las seis y media de la mañana debía esperar el paso del Expreso en la estación de El Cuervo, como sigue haciéndose en la actualidad debido a que entre Jerez y Utrera, al día de hoy, sigue habiendo una sola vía. Una vez que pasara el tren procedente de Madrid, el ferrobús y sus doscientos pasajeros proseguirían su viaje hacia Sevilla.
A pocos kilómetros
7.36 minutos de la mañana del 21 de julio de 1972. Kilómetro 86,200 de la línea férrea Sevilla- Cádiz. A unos tres kilómetros de la antigua estación de El Cuervo y a siete de la de Lebrija, en una curva existente entre las fincas Quincena y Junquera.
Se respira la paz en una jornada que en aquellos tiempos era laborable a tiempo completo. Aprovechando el frescor de la mañana, varias cuadrillas de remolacheros hacían su trabajo a destajo, antes de que el sol subiera, hoz en la mano, pelando el tubérculo y apilándolo al lado del surco para luego lanzarlo sobre el remolque que lo iría recogiendo con una cadencia dependiente por la rapidez de los trabajadores.
Entonces la recogida de la remolacha -antes de entrar las máquinas- era un trabajo social, como la recogida del algodón prácticamente seguida, de forma que familias enteras tenían trabajo en el campo durante el buen tiempo, que era mucho tiempo.
La quietud en el campo, sólo interrumpida por alguna conversación a ritmo de trabajo, era proverbial y las expectativas estaban puestas en terminar una nueva jornada y descansar el domingo, que lo mismo no descansaban porque cuando llegaba la faena agrícola había que aprovecharla, por eso de que el fruto del campo no se sabe el comienzo del Génesis y el descanso del jornalero no es recuperable.
El accidente
El silencio de la campiña se vio sorprendido por un estruendo, como si se hubiera estrellado un avión. Tras los primeros segundos de estupor y de miedo, todos giraron sus cabezas hacia la vía del tren y salieron corriendo hacia lo alto de la loma para ver qué había ocurrido. Lo que vieron, no lo han olvidado. Al menos los que sobreviven.
El ferrobús que debía haber esperado el paso del Expreso en la estación de El Cuervo había seguido su camino avanzando a toda velocidad en dirección a Lebrija, desde donde avanzaba a su encuentro el tren Expreso, también a toda velocidad con la confianza de que el camino estaba expedito hasta Jerez.
Los dos maquinistas vieron mutuamente la cabeza del tren contrario al salir el Expreso de una curva, de forma que el frenazo de los dos convoyes fue insuficiente para evitar el impacto. El Expreso, con toda su envergadura, arrasó al ferrobús saliendo ambos de la vía.
Los tres primeros vagones del ferrobús se encogieron como un acordeón contra la potente máquina Diesel, que a pesar del choque siguió avanzando casi trescientos metros arrastrando el amasijo de hierros en que se iba convirtiendo cada vez más el tren de media distancia.
El mismo infierno
Cuando los dos trenes se quedaron parados, el ferrobús estaba sobre la máquina del Expreso, los tres primeros vagones como si fueran uno solo, y dentro ellos decenas de cadáveres aprisionados entre hierros que ni siquiera se habían enterado de lo ocurrido, tal fue la violencia del choque.
Los remolacheros se lanzaron en tropel hacia el lugar del accidente -los que no estaban agarrotados por el pánico- y los viajeros del Expreso salieron a auxiliar a los del ferrobús, después de haber visto pasar por las ventanillas cadáveres volando en el ranscurso de esos casi trescientos metros interminables que el Expreso arrastró al otro tren.
A partir de ahí, nadie ha sido capaz de narrar lo ocurrido. Sólo testimonios aislados, retazos de la tragedia se han ido uniendo en la memoria colectiva, en la reconstrucción técnica del que hasta este pasado miércoles era el segundo mayor accidente de tren reconocido en la historia de España.
El resultado de esa fatídica mañana fue de 76 personas muertas -26 de ellos infantes de marina con base en el Tercio de Armada de San Fernando y nueve jerezanos, tres de ellos de una misma familia- más otra persona que murió a los dos días víctima de las heridas. De los muertos, sólo dos eran viajeros del Expreso. Un total de 106 heridos fueron distribuidos por los hospitales de Cádiz, Jerez , Hospital Naval de San Carlos en San Fernando y el hospital militar de la base Naval de Rota. Lo curioso de todo esto, es que cuando ocurrió el accidente, los gaditanos llevaban cuarenta años reivindicando una doble vía desde Cádiz a Sevilla.
Hoy, cuarenta y un años más tarde, el recuerdo de aquella tragedia emerge de nuevo por su aniversario y, de forma inevitable, por su coincidencia de la que ya es la segunda mayor tragedia ferroviaria del país.
Un amasijo de cuerpos entre los hierros retorcidos del tren
Los pasajeros del Expreso e incluso los que se salvaron del ferrobús, junto a los remolacheros, fueron los primeros en comenzar a auxiliar a las víctimas, en las más de las ocasiones sin saber por dónde empezar porque estaban aprisionadas por los hierros retorcidos del tren. Pero en la central de Sevilla, desde el mismo momento en que el maquinista del ferrobús se saltó la luz roja y el Expreso salió de la estación de Lebrija, sabían que el choque era inevitable, de ahí que los socorros comenzaran a llegar en un tiempo récord para aquellos años. Efectivos de la Cruz Roja, quince helicópteros de la base Naval de Rota cuyo papel fue determinante habida cuenta de que al lugar del accidente sólo era posible acceder a través de caminos rurales y en los últimos cientos de metros a campo a través o por el carril de servicio de la línea férrea, además de la Policía Armada (ahora Cuerpo Nacional de Policía), Guardia Civil y fuerzas de la Marina, comenzaron a organizar el desconcierto inicial y a evacuar a los heridos, que rápidamente eran trasladados a los hospitales cercanos.
Los muertos, que iban saliendo más lentamente, fueron trasladados a la vecina localida de Lebrija en camiones de la Marina, siendo depositados en la iglesia parroquial Nuestra Señora de la Oliva, en el Patio de los Naranjos que había sido tratado con líquidos para ralentizar la descomposición de los cuerpos que tenían que ser identificados antes de depositarlos en los ataudes y entregarlos a sus familiares. Hasta las siete de la tarde de ese día no consiguieron sacar el último de los cadáveres, el de una mujer decapitada entre los hierros. A partir de ahí comenzaron otros trabajos con el fin de despejar la vía y posibilitar el tráfico ferroviario, lo que se consiguió al día siguiente con un tren grúa especial.