No sabemos si una ardilla podría cruzar la Hispania romana de cabo a cabo sin tocar el suelo, porque quienes afirman que lo dijo Estrabón nunca han podido encontrar la cita, pero hay quien dice que podría atravesar el casco histórico de Jaén de cable en cable sin necesidad de posarse en el granito de Porriño, tan nuestro. Los políticos llevan décadas cacareando que es necesario y fundamental adecuar el entorno de la mejor catedral renacentista del mundo a la grandeza de la seo, procurándole una dignidad de la que lleva careciendo muchos lustros. Pero la realidad y la hemeroteca, que son tercas y lapidarias como ellas solas, nos hacen concluir que casi siempre se han choteado de nosotros como han querido.
En 2010 llegó la primera actuación de calado en torno al templo: la remodelación integral de la plaza, obra del prestigioso y premiado arquitecto Salvador Pérez Arroyo. Lo cierto es que aquel proyecto de juegos de luces, agua y sonido se desvaneció en una suerte de dinámicos y mudos gargajillos, ya que los surtidores tuvieron que reducir su altura porque el arroyo corría por la Carrera abajo, como en tiempos del Condestable, y del sonido nunca se supo. Luego vinieron las continuas averías de las fuentes, que nadie es capaz de solventar del todo ¡catorce años después! Los vándalos, conociendo que tienen en nuestra ciudad un espacio de lo más rentable, hicieron el resto con las luminarias de los bancos. No en vano, la catedral quedó despejada de fronda y pudimos admirar la fachada-retablo sin obstáculos, pero las delanteras de los bloques de viviendas colindantes, privadas de nobleza y sembradas de aparatos de aire acondicionado, también quedaron al desnudo. ¿Viviremos para ver cómo se controla la instalación de estos aparatos en el casco histórico y cómo se sanciona a quien no cumple? ¿O se seguirá multando sólo a los transportistas o a quienes paran a recoger a sus hijos de la academia?
Ese mismo año, Eugenio Vasallo, catedrático de Historia de la Arquitectura de la Universidad de Venecia, realizó por encargo del ayuntamiento un estudio pormenorizado sobre cómo se debía actuar en el entorno de la catedral. El hombre tardó muchos años en cobrarlo, pero lo peor es que en el consistorio no lo encuentran, que dicen que se ha perdido. Ea.
Hace pocos días que el deán de la catedral, en un encuentro del
Foro Jaén de Opinión y Debate, recordó la pregunta que el evaluador de
Icomos, un francés un poco estirado o displicente, como aficionado a los chupitos de vinagre, había formulado desde la logia sur, cuando vino a comprobar
in situ las singularidades de nuestra catedral: «¿Aquí ha habido una guerra?». Corría el año 2013, y el solar abandonado que había motivado su consulta sigue igual, aunque verdeado de higueras, ailantos y pintadas: pura anarquía.
Muy cerca, hacia el palacio de los Cobaleda y el de los Vélez, en la calle Portillo, antiguo acceso al interior del recinto amurallado desde la Puerta Noguera, la cofradía de la Santa Capilla de San Andrés lleva dos años esperando que Urbanismo le conceda la licencia para reconstruir el edificio esquinero. En la plaza de Santa María, la fachada del antiguo edificio de la sombrerería
Cámara ha permanecido en bruto demasiados meses, afeando notablemente el entorno, y ya hemos comentado en columnas anteriores el lamentable estado de edificios de propiedad municipal, convertidos en lienzos urbanos por gentecillas que han visto perpetuadas su obra y sus rúbricas durante años por la inacción del propio consistorio, incapaz de solucionar con pintura blanca lo que en media mañana se soluciona.
El penúltimo gran proyecto ha sido el de la adecuación de las calles Campanas y Maestra, pero, en lugar de armonizar la belleza y el bien común, se primó contentar a determinados colectivos, arruinando la elegancia de una solería que, siendo de mármol, perdió toda su nobleza con un tratamiento antideslizante agresivo que absorbe magníficamente la suciedad y que ha dañado estéticamente dos de las arterias principales del Jaén medieval, trocándolas en una verdadera pocilga. Eso sí, sin que nadie resbale.
Una ciudad puede ser rica o puede ser pobre. Pero nunca prescindir del control sobre sí misma, de la búsqueda de la excelencia y del amor por su identidad, su historia y su patrimonio.