La Madrugada sevillana avanza entre sombras y destellos de cera, entre el murmullo de la multitud y el eco de los pasos que marcan la penitencia. En ese escenario donde la ciudad se recoge y late al ritmo de la devoción, El Silencio se alza como un misterio entre la multitud, como un susurro que atraviesa el tiempo sin romperse, sin perderse. Su caminar es inmutable, su esencia, inquebrantable.
El historiador y filólogo Rafael Roblas Caride, que acaba de publicar La Hermandad de El Silencio, ha dedicado su voz y su pluma a narrar la historia de esta cofradía con la que comparte más que estudio, una devoción que lo ha llevado a servirla desde dentro. Su obra no es solo un ejercicio de documentación, sino una invitación a adentrarse en el alma de la hermandad, a entender cómo cada tramo de su cortejo esconde siglos de fe y compromiso.
La Madrugada de Sevilla ha sido testigo de momentos de recogimiento absoluto, pero también de episodios en los que el miedo ha intentado imponerse. A lo largo de los años, las estampidas, conocidas como "carreritas", han irrumpido en la procesión, rompiendo la armonía con el estruendo de pasos apresurados y gritos ahogados. En esos instantes de confusión, cuando el instinto empuja a huir, El Silencio ha sabido mantenerse firme, sin quebrar su marcha, sin alterar su esencia.
No hay instrucciones escritas ni ensayos previos. No hay protocolo alguno que dicte cómo enfrentar la confusión. Solo la certeza de que la hermandad no es solo un conjunto de túnicas negras y cirios encendidos, sino una identidad compartida, una verdad que se lleva dentro. Es la fe la que dicta el paso, la que marca la cadencia con la misma seguridad con la que la cera gotea sobre el adoquinado.
El Silencio no solo es una historia que se puede contar, es un sentimiento que habita en quienes lo han vivido. En quienes, como Juan Carlos Valverde Conradi, han sentido la Madrugada en alta mar, lejos de Sevilla pero con la ciudad latiendo en el pecho. En quienes visten la túnica año tras año sin necesidad de explicaciones, porque saben que su sitio está ahí, en la fila, en la espera, en la quietud que lo dice todo.
En la penumbra de la Madrugada, cuando la luna ilumina apenas los contornos de Sevilla, El Silencio sigue caminando. Porque la fe, cuando es verdadera, no necesita palabras.