Los peluches cobran vida a su alrededor

Publicado: 30/04/2020
Autor

Younes Nachett

Younes Nachett es pobre de nacimiento y casi seguro también pobre a la hora de morir. Sin nacionalidad fija y sin firma oficial

Sin Diazepam

Adicto hasta al azafrán, palabrería sin anestesia, supero el 'mono' sin un mísero diazepam, aunque sueño con ansiolíticos

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Sonrío, porque soy feliz, porque siempre he sido feliz. Porque él es feliz, porque tengo la reparadora sensación de que siempre será feliz
Habla solo. Los peluches cobran vida a su alrededor. Las piezas de Lego construyen un nuevo mundo. En sus manos los cochecitos de metal vuelan y mantienen extrañas conversaciones a la vera de su cama. Dibuja dinosaurios como si le fuese la vida en ello. Sus dedos se mezclan con la plastilina. “Mamá... otra vez me he mojado la camiseta de pipí... lo he hecho sin querer”. Cinco cojines, una almohada y una sábana le permiten refugiarse de este universo de adultos endeudados y a su lado demasiados tristes, como si él viese a color y nosotros en blanco y negro. Una cartuchera repleta de lápices rojos, amarillos, violetas, malvas, negros, grises, marrones, verdes, es su más fiel compañera. Una goma borra las imperfecciones que ya divisa a sus... cuatro añitos. “Me he salido... quiero otro papel”. El milagro que en él habita: una caja de cartón, unas tijeras y un par de palillos chinos... y ya tiene a su robot de pelea, a su imbatible robot de pelea.

¿Os puedo confesar una cosita? Lloro si me adentro en sus pupilas. Intento evitar ese huracán de pureza que me atraviesa el alma y me recuerda, y me martiriza, y me desnuda, que mi vejez es definitiva, sin puñetera vuelta atrás... un viaje con billete de ida cuya última estación cada segundo, cada milésima de segundo, está más cerca. Allí me bajaré para siempre. Sus pupilas, su mirada es como colocar un vaso de cristal entre mis ojos y el sol de un mediodía radiante de primavera. Es hermosa la sensación pero al mismo tiempo cegadora. Demasiada luz para mi vista cansada, ajada, añeja..., desprovista de toda inocencia, con apenas un leve brillo que ilumina mi memoria. Sonrío, porque soy feliz, porque siempre he sido feliz. Porque él es feliz, porque tengo la reparadora sensación de que siempre será feliz, incluso como lo fui yo, en mitad de la mierda, entre escombros sonreirá. Va en el alma, os juro, os confieso, que va en el alma apostar por la risa incluso siendo consciente de la desgracia apostada en cada esquina rota del destino. Os confieso que incluso cuando pedía para comer, a lomos de las aceras de Málaga, reía cuando algún gilipollas me negaba tres veces incluso después de que cantarán todos los putos gallos. Os confieso que incluso cuando dormía a la intemperie, soñaba con el día que oficialmente una universidad dijese que era, licenciado, perito en lunas, como mi amado Miguel Hernández.

Y le veo, y es un niño feliz. Si le digo que mi dedo anular es un destornillador que provoca cosquillas, antes de elevarlo ante su rostro, ya se está descojonando. Si hoy bromeo y le digo que no me llega el dinero para comprar comida, se lleva las manos a sus testículos para protegerlos, porque sabe que de ahí me hago yo una tortilla con dos huevos para él y para su hermano. Él es así, besucón, el rey de los abrazos, listo como el hambre que pasaron todos mis antepasados. Él es caricia, una oda a la sonrisa, más instintivo que su hermano, más valiente que un servidor cuando recorría su edad. Él es así, parecido pero distinto a nosotros. Igual pero diferente a su hermano mayor, que es el rey soñador, que es empatía elevada al cubo, que vive más dentro de sí que fuera. Sueña, pero habla de sus sueños. Es imaginación narrada a plena voz en el silencio de su cuarto. Es extrovertido porque comienza a reconocer las debilidades de quienes le rodeamos. Él es así, es Naím, y este sábado, 2 de mayo, cumple sus primeros cuatro años y lo amo... y os confieso que sé que seguiré amándolo.

En la terraza está mientras concluyo este artículo. Subo. Una cuerda atada a un coche teledirigido que ya dejó de funcionar. Era de los baratos, sí. Le digo que baje, que ya refresca la tarde que me regala la brisa perfumada de Breña, río Barbate y olas de océano estrelladas contra mi playa. Se detiene y mira y me pide “por favor, déjame jugar mucho más, mucho más, por favor, papá...”. Le clavo la mirada en sus pupilas, y os confieso, se me agrieta en húmedas lágrimas. Vale, pero si me prometes que jamás de los jamases dejarás de jugar... “Te lo prometo papá, voy a jugar siempre mucho más”. No me digan, sean valientes y confiesen, si no es para llorar tanto por un ojalá que así sea, como por esa sensación de intentar recordar el día que muchos de nosotros dejamos de jugar. Lo siento, pero sonrío y hago la cuenta de las veces que me acusan de no querer madurar. Juguemos pues para no dejar de jugar.

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