La investigación servirá para conocer todos los detalles del apuñalamiento masivo en el Instituto de Enseñanza Secundaria Elena García Armada, en Jerez, esta semana y dirimir responsabilidades, pero, de manera paralela, es preciso abrir un debate incómodo pero necesario sobre qué demonios estamos haciendo con nuestros hijos. La reflexión debe ser sosegada, alejada del ruido de las redes sociales y, sobre todo, crítica, asumiendo que no estamos en el camino correcto y poniendo en marcha los mecanismos necesarios no solo para evitar que se repitan episodios de extrema violencia, sino para diseñar una política educativa inclusiva que prevenga los problemas de convivencia desde los primeros indicios.
Todo lo que rodea a este suceso indica que los padres del alumno, los docentes y los compañeros han sido incapaces de detectar las señales de que algo marchaba mal. Que el menor declarara, según el relato de los agentes de la Policia Nacional que intervinieron, “he explotado. Ya no podía más” apunta a que el autor de los hechos sufría una presión insoportable. Que no se hubiera activado el protocolo contra el acoso escolar, no excluye la opción de que existiera. De hecho, diversos testimonios señalan que el adolescente era objeto de burlas de manera reiterada de los compañeros. Que el chico tenga diagnosticado síndrome de Asperger no puede condenarlo. De hecho, la decisión de la Fiscalía de internarlo en un centro de menores es cuestionable precisamente por tener diagnosticado síndrome de Asperger. La cuestión de fondo es atender las necesidades específicas del joven. Ahora, antes.
Lo primero que hay que tener claro es que los problemas de convivencia no son invisibles. Se trata de una cuestión de miopía, de enfoque, de tolerancia (o intolerancia, para ser precisos) de la diversidad y la tolerancia (en este caso, sin matices) de la violencia verbal y física. También es necesario contar con más recursos humanos en las clases, rebajar las ratios de alumnos por aula, formar al profesorado, implicar a los padres y madres en el proceso formativo, asumir que no se trata únicamente de aprender lecciones, aprobar exámenes, sino de educar en el respeto, en valores, primar el diálogo, la solidaridad, el compañerismo, fortalecer el sentimiento de pertenencia a una comunidad en la que cada uno tiene su propia identidad pero se debe al grupo.
Solo cuando tengamos claro que tan repulsivo es que un tipo como Rubiales estampe un beso en una jugadora sin su consentimiento como que un crío hostigue a otro por su peso, su timidez o por tener capacidades diversas, seremos realmente civilizados. El patio del colegio o del instituto no puede ser una selva. No vale despachar el asunto tachando a los niños de hoy como miembros de la generación de cristal porque en los setenta y en los ochenta había matones y empollones o ‘raritos’ y no pasaba nada. Comprendamos de una jodida vez que cada hijo (propio o ajeno) es una bendita oportunidad para que el mundo deje de ser un lugar miserable.