Unos curas que bendijeron cada una de las letras que interpretaron, con un gallo que cacarea y que les acompaña durante todo el repertorio pacientemente.
Reconocen y a modo de piropo que “el mejor premio es cantarle a mi gente”, afirman en su primer pasodoble. Ni en una misa de verdad encuentra más silencio que durante toda la actuación.
El sueño y el aburrimiento se hacen generalizado con unos sacerdotes que eternizan su participación en una chirigota de lo más discreta. El gallo busca el amanecer y acabar con el martirio. El sol se otea. Bien.